Decía Aristóteles que “nada es más desigual que el trato igual a los desiguales”. No se refería a una justificación de la desigualdad, sino a una advertencia: aplicar el mismo criterio a realidades distintas no genera justicia, sino que la convierte en una farsa. La igualdad, o, mejor dicho, la equidad, solo es tal cuando tiene en cuenta el punto de partida de cada persona.
Durante años, hemos asumido que el progreso, la tecnología y la educación nos llevarían a sociedades más justas, donde el esfuerzo y el talento determinarían el destino de cada persona. Pero la realidad que nos rodea es otra: la desigualdad no solo persiste, sino que se ha hecho más sofisticada, más difícil de desafiar y, lo más preocupante, más fácil de justificar.
Vivimos en un mundo que celebra la meritocracia como la gran promesa de justicia social. La idea es atractiva: el éxito no depende del apellido ni de la fortuna heredada, sino del talento y el trabajo duro. Sin embargo, cuando miramos de cerca, vemos que la promesa meritocrática es, en gran medida, una ilusión y en donde la ideología dominante es la de la clase dominante. Una narrativa diseñada por quienes ya están en posiciones de ventaja.
El punto de partida sigue siendo decisivo. Un niño nacido en una familia con recursos tendrá acceso a educación de calidad, redes de contactos y experiencias que enriquecerán su formación. Otro, con el mismo talento pero menos oportunidades, crecerá con barreras invisibles que harán que el esfuerzo por sí solo no sea suficiente.
Este sistema no solo es desigual, sino que se ha vuelto emocionalmente despiadado. Si el éxito depende exclusivamente del mérito, el fracaso se convierte en una culpa personal. Además de las dificultades económicas, los «perdedores» del sistema cargan con la sensación de que no han hecho lo suficiente. Ansiedad, frustración y una constante sensación de insuficiencia son los síntomas de una sociedad obsesionada con la competición, donde solo hay espacio para unos pocos ganadores.
El filósofo Michael Sandel ha descrito esta paradoja con claridad: la meritocracia, en lugar de corregir las desigualdades, las ha legitimado. En el pasado, las élites gobernaban porque decían haber nacido con un derecho divino; ahora gobiernan porque creen haber llegado ahí por su propio esfuerzo. La retórica ha cambiado, pero la exclusión sigue siendo la misma, si no aún más perversa: ya no solo margina, sino que culpa a quienes quedan atrás. En lugar de generar solidaridad, este sistema ha convertido el fracaso en un estigma y el éxito en una justificación moral para el desprecio.
De la libertad sin límites al dominio invisible de los algoritmos
Esta lógica ha sido reforzada por el auge de un pensamiento que confunde la libertad con la ausencia de límites. A lo largo de la historia, la idea de libertad ha sido utilizada tanto para justificar la emancipación como para encubrir nuevas formas de dominación. Isaiah Berlin, en su distinción entre libertad negativa y positiva, lo advirtió con claridad: la ausencia de restricciones no siempre genera sociedades más justas, sino que puede convertirse en un mecanismo para consolidar el poder de unos pocos. Su metáfora es contundente:
La libertad para los lobos significa la muerte para las ovejas
Isaiah Berlin
En un mundo donde el mercado lo regula todo, los fuertes tienen más libertad, pero esa misma libertad implica la exclusión de quienes no pueden competir en igualdad de condiciones. La idea de que el mercado, por sí solo, generará un equilibrio justo ha sido refutada en numerosos contextos. Si antes la desigualdad se justificaba en términos económicos, hoy los algoritmos la automatizan, refinan y la convierten en un sistema aún más opaco y difícil de cuestionar.
Lo hemos visto en el acceso a la educación, donde la privatización ha ampliado la brecha entre quienes pueden pagar una formación de calidad y quienes quedan relegados a sistemas deficientes. Lo hemos visto en la salud, donde la libertad de los proveedores para fijar precios ha significado, en muchas sociedades, que la atención médica de calidad sea un privilegio en lugar de un derecho. Lo hemos visto en el empleo, donde la desregulación del mercado laboral ha facilitado la precarización de las condiciones de trabajo, mientras se nos dice que los salarios bajos y la inestabilidad son el precio de la “flexibilidad”.
Ahora, estamos viendo el mismo patrón en el control de la inteligencia artificial. La narrativa dominante presenta la IA como una revolución tecnológica que democratizará el acceso al conocimiento y las oportunidades, pero la realidad muestra un escenario distinto. Las empresas que dominan la IA están acumulando un poder sin precedentes, convirtiéndose en arquitectos invisibles de nuestra realidad digital. La libertad de estas compañías para desarrollar e implementar algoritmos sin supervisión efectiva no empodera a la sociedad en su conjunto, sino que refuerza nuevas formas de desigualdad.
La IA no es neutral y sus decisiones reflejan los sesgos de quienes la diseñan y los intereses de quienes la controlan. Si se deja en manos de unos pocos actores privados, su impacto en la educación, el empleo y el acceso a la información seguirá el mismo patrón que en otros sectores: un sistema donde los lobos, bajo la bandera de la libertad de innovación, terminan devorando a quienes no tienen los medios para competir en su mismo nivel.
Feudalismo tecnológico: el nuevo monopolio de la inteligencia artificial
El economista Yanis Varoufakis advertia hace unos años que estamos entrando en una era de feudalismo tecnológico, donde la economía ya no se estructura en torno a bienes físicos o manufacturas, sino a la acumulación de datos y el control de los algoritmos. En el pasado, la riqueza se medía en tierras y linajes; hoy, el poder está en manos de quienes poseen y gestionan la infraestructura digital sobre la que opera la economía global.
Las grandes corporaciones tecnológicas han construido un ecosistema donde todo lo que hacemos—cada búsqueda en Google, cada compra en Amazon, cada conversación en redes sociales—se convierte en información que alimenta sus sistemas y refuerza su dominio. No solo consumimos sus servicios, sino que trabajamos para ellas sin darnos cuenta. En este modelo, los datos son la nueva tierra, y nosotros, los usuarios, somos los siervos que la cultivamos.
Este desequilibrio de poder no solo genera dependencia, sino que limita la capacidad de los individuos para tomar decisiones informadas y acceder a oportunidades reales. Los algoritmos que rigen las plataformas digitales no son neutrales: están diseñados para optimizar la rentabilidad de las empresas que los poseen. Deciden qué información vemos, qué opciones tenemos y hasta qué futuro es posible para cada uno de nosotros. En un mundo donde la inteligencia artificial es el nuevo motor de la economía, los datos no solo reflejan la realidad, sino que la crean. Lo que no se mide no existe, y lo que existe ya no es la única realidad posible… sino la que elegimos (o la que eligen por nosotros).
El riesgo es evidente: la IA, lejos de ser la gran herramienta democratizadora que muchos imaginaron, puede convertirse en el mecanismo definitivo de exclusión. Si el acceso a la educación y a las oportunidades ya estaba condicionado por la cuna, ahora también lo estará por el grado de acceso que tengamos a sistemas de IA avanzados. En otras palabras, el futuro de la movilidad social ya no dependerá únicamente de la educación y los contactos, sino del diseño de los algoritmos que filtran y controlan la información.
IA abierta: la oportunidad de una tecnología al servicio de todos
Pero la inteligencia artificial también ofrece una vía para desafiar las estructuras de poder actuales. A diferencia de otras tecnologías que históricamente han consolidado la desigualdad, la IA tiene un potencial único: puede ser abierta, descentralizada y programada para reducir brechas en lugar de ampliarlas. Si no se limita a ser un privilegio de unos pocos, podría convertirse en la herramienta más poderosa para democratizar el conocimiento y el acceso a oportunidades.
En educación, por ejemplo, la IA permite tutorías personalizadas y formación de calidad accesible a cualquier persona con conexión a internet, algo que antes solo estaba al alcance de quienes podían pagar colegios de élite. Plataformas de aprendizaje basadas en IA, como los modelos de código abierto, permiten que los estudiantes accedan a formación avanzada sin depender de instituciones que históricamente han funcionado como filtros de exclusión social. En lugar de reforzar el determinismo de la cuna, la IA bien aplicada podría ser el mayor ecualizador educativo de la historia.
En empleo, la IA también tiene el potencial de abrir oportunidades para quienes han quedado fuera del mercado laboral. Modelos de IA accesibles pueden proporcionar herramientas de formación y asesoramiento automático, eliminando la necesidad de intermediarios que encarecen el acceso a oportunidades laborales. A través de plataformas impulsadas por IA, los trabajadores independientes podrían conectarse directamente con clientes y proyectos en un entorno más justo y equitativo.
En un mundo donde la precarización del trabajo es un problema creciente, una IA diseñada con criterios de equidad podría descentralizar el acceso a oportunidades, reducir las asimetrías en la contratación y ofrecer nuevas formas de autonomía laboral. Sin embargo, la clave no está solo en su capacidad para generar empleo, sino en cómo se garantiza que esas oportunidades sean justas y accesibles para todos.
Pero, ¿cómo definir esa equidad?
El filósofo John Rawls, uno de los mayores teóricos de la justicia del siglo XX, propuso el “velo de la ignorancia”: imaginar reglas sin saber qué posición ocuparíamos en la sociedad. Aplicado a la IA, esto implicaría diseñar sistemas que no refuercen privilegios, sino que corrijan desigualdades, priorizando el acceso de quienes parten en desventaja.
Más que evitar sesgos, la equidad en IA requiere transparencia, accesibilidad y redistribución. El reto no es solo tecnológico, sino político: ¿una IA que optimiza mercados o una que democratiza oportunidades?
El problema, por supuesto, es que esto no sucederá de manera automática. La historia nos ha enseñado que la tecnología es una herramienta que refleja los intereses de quienes la controlan. Si dejamos que la inteligencia artificial quede exclusivamente en manos de las grandes corporaciones, terminará reforzando el statu quo, perpetuando los mismos patrones de exclusión que ya hemos visto en otros ámbitos.
Michael Sandel nos mostró cómo la meritocracia prometió justicia, pero terminó justificando la desigualdad. Yanis Varoufakis nos advierte que la economía digital corre el riesgo de crear una nueva aristocracia de datos y algoritmos, donde el acceso al conocimiento y al poder quede aún más restringido que antes.
Si no hacemos nada, la inteligencia artificial solo servirá para consolidar un mundo aún más excluyente. Pero si conseguimos orientarla hacia la redistribución del conocimiento y el acceso real a oportunidades, podría ayudarnos a romper con siglos de estructuras injustas.
El futuro no está escrito. La inteligencia artificial no es buena ni mala en sí misma; es un espejo de las decisiones humanas, los algoritmos no son leyes de la naturaleza, sino interpretaciones codificadas que reflejan decisiones y sesgos humanos. La pregunta clave no debe limitarse a qué planeta dejaremos a nuestros hijos, sino en qué sociedad vivirán y qué herramientas tendrán para cambiarla.
* Miguel Alexandre Barreiro-Laredo es Fellow en el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y profesor asociado en IE University, donde enseña y lidera proyectos en ética de la inteligencia artificial, empoderamiento comunitario y gestión de alianzas. Colabora como asesor del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en la Unidad de Respuesta a Crisis y actualmente en el MIT lidera una investigación orientada al diseño de un sistema de certificación que democratice la resiliencia comunitaria utilizando la IA como herramienta clave para identificar riesgos climáticos, sociales y económicos y promoviendo soluciones inclusivas y escalables.