Por mucho que se deteste esta tendencia al exhibicionismo abstractivo, la cretinez, el beneficio sin oficio, la ascensión a la celebridad por un desliz flatulento y la descomposición en la morgue de la capacidad de atención, las redes sociales también son un estanque de información. Se puede abrevar en ellas de todo. Desde microorganismos envenenados, a refrescantes baldes de actualidad y pensamiento crítico en desiertos apagados. Las limitaciones mediáticas en algunos países pueden ser esquivadas con su ayuda y, quizás, esa sea de las pocas medallas relucientes por ambas caras que tienen. Y Nicolas Maduro, en una pirueta extrema, propia, muy habitual, por lo que sea, de lunáticos tiranos, ha decidido capar la mayoría de ellas en Venezuela.
Sería una buena pifia confundir aquí los términos. La palabra “libertad” resbala de un lado al otro del tablero, ensalzándola como propia cada cual, igual que si fuera una misma bandera para bandos opuestos. El presidente de la Asamblea Nacional de Venezuela, Jorge Rodríguez, aseguró recientemente que las redes sociales: “son el mayor peligro que existe contra la libertad del ser humano y la paz. Esclavizan la mente de la gente”. Una afirmación que perfectamente podría haber sido versada por Elon Musk al hablar de los ideales del régimen chavista, y de su actual líder. De hecho, a finales de julio se produjo un intercambio de pullas en las que Musk llamó dictador a Maduro, y burro y flojeras a quien dejaría el bigote avieso de un tortazo.
Tampoco parece muy lógico esperar declaraciones de amor por parte del líder venezolano hacia Musk, quien en su reciente charla con Donald Trump asintió complacido cuando el candidato republicano dijo que la caída de la delincuencia en Venezuela se debía a que el Gobierno de ese país había “vaciado el 50% de las cárceles» y enviado a EEUU a «asesinos, violadores y delincuentes» que «hacen que los criminales parezcan buena gente». Diplomacia conciliadora de primer orden, vaya.
Como vemos la libertad, según quien la invoque, puede significar una cosa y su contrario. Yendo a las acciones, Nicolas Maduro se ha pleiteado ideológicamente con las redes estadounidenses, lo cual, visto lo visto, no debería sorprendernos, de no ser porque en Venezuela la red WhatsApp es mucho más que un foro de interacción y reparto de stickers cuchufletos. Allí permite el despacho de millones de bolsas de los Clap, un programa ideado por el presidente para compensar a sus nacionales frente al desplome del poder adquisitivo de su monedad, el bolívar, y la vaporosidad de los salarios.
Para los venezolanos, WhatsApp es también un medio de compra, de información de notificaciones de agua y gas o de instrucciones pedagógicas para los alumnos. Eso sin contar con que, a tenor de la brutal diáspora internacional y la guillotina de censura que ha cercenado más de 400 medios de comunicación en dos décadas, la red de Meta permite a los venezolanos conectar con la realidad internacional, y cruzar un puente comunicativo con otras lecturas de su cotidianidad. De ahí que, lógicamente, también sea el bastión de la oposición y la sociedad civil crítica con el régimen. Pensándolo bien, casi resulta sorprendente que Nicolas Maduro no se hubiera lanzado a su dinamitación antes.
Lo de TikTok, en cambio, sí que era difícil de prever. Maduro lleva varios años sirviéndose de la red social china como altavoz para dar una imagen positiva de su gobierno, y su persona. Se lo ha visto dándose baños de masas, bailando e incluso careándose contra las palmas de boxeadores venezolanos, que le avivan inquietantes carcajadas de camaradería con el potencial de resonar en un capítulo de la mítica serie Pesadillas. TikTok era la esperanza digital del líder chavista, hasta que su última reelección: opaca, muy cuestionada internacionalmente y con aspecto de ser más falsa que un calamar de silicona, ha plagado su machacado altavoz de contenido crítico. Ahora, tanto X, como las herramientas de Meta y TikTok buscan, según Maduro: “dividir a los venezolanos y crear fanáticos fascistas (…) Infectando de manera descarada sectores claves con discursos violentos”.
Las risas multimillonarias del mandatario ya no encuentran abrigo en estas redes. Y no digamos cuando se trata de videos satíricos sobre él, que es, según parece, el contenido que más le enerva y lo hace clamar por un pelotón de fusilamiento. Dicen que, cuando la Guerra de los Balcanes estaba a punto de estallar, lo primero que se vio afectado fue el sentido del humor. No había chistes. La crueldad asomaba y poca broma con ella. Lo mismo ocurre con los dictadores. Cuando pasan de líderes apoderados y defensores de su pueblo, a mandatarios obsesivos y paranoicos, las chanzas dejan de tener su sano espacio natural, y pasan a convertirse en una arma peligrosa.
Sin hacer palmas aquí a ninguno de los poderosos tecnólogos detrás de las Big Tech, está claro que el rebote de Maduro contra ellos no proviene de una búsqueda de la libertad de información y la verdad, sino más bien de un intento por mantener esa “soberanía” en Venezuela, a la que se aferra como un can de presa. Ya desde 2017, el chavismo puso en marcha la “ley contra el odio”, una propuesta presentada por la vicepresidenta Delcy Rodríguez que impone cárcel, inhabilitación política y multas por decir “mensajes prohibidos”. Sumando a esto una llamada popular a delatar a quien critique los resultado de las últimas elecciones venezolanas, tenemos la ecuación ideal para encontrarnos con un sistema totalitario, que ha pasado la democracia por la quilla.
Los arrestos arbitrarios, así como la represión, física y digital, no han dejado de crecer desde la resaca de las elecciones, que han sumido a Venezuela en una crisis de órdago. El último salto hacia la confirmación del país como un Estado fallido, autocrático y déspota, es la nueva «Ley de fiscalización, regularización, actuación y financiamiento de las organizaciones no gubernamentales y afines», con la que el gobierno de Nicolas Maduro pretende fiscalizar a las ONG. Quizás el único canal todavía abierto en el país para la crítica a las actuaciones del Estado. Los presidentes de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, y de Colombia, Gustavo Petro, propusieron el jueves una salida en la que Nicolás Maduro convocara nuevas elecciones o formará una coalición gubernamental. Pero el abismo parece seguir cerniéndose sobre Venezuela, cuando ni la oposición, ni el chavismo, están dispuestos a ceder ante la vía de la conciliación. En 2003, los cineastas Kim Bartley y Donnacha O’Briain, alumbraron el documental La revolución no será televisada, en el que abordaron el intento de golpe de Estado contra el, por entonces, presidente Hugo Chávez. Hoy, dos décadas después, podemos decir que la “revolución” no está siendo digitalizada. El país que fuera la esperanza de la izquierda internacional, como heredero del Allendismo, de la humanización de los desamparados, hoy encarna la duda, el pucherazo y la manifiesta opresión.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.