Los pajódromos nacionales han temblado estos últimos días, ante la escabrosa noticia de un carnet de identificación digital para la pornografía online. El cachondeo ha corrido paralelo a la indignación por la original propuesta gubernamental. Muchos han visto en la iniciativa un terror similar al de ser pillados por sus madres en la sección prohibida, separada por una cortinita de macarrones, de los viejos videoclubs. Ni siquiera se ha puesto en marcha el sistema de verificación, y ya hablan de estalinismo pornográfico. De un gulag restrictivo de la masturbación, que nace únicamente como respuesta a que el ministro José Luis Escrivá es la encarnación de Jesús, y llora cada vez que alguien se atiza la sardina o se lubrica la almeja.
Pajilleros hispanos, guarden la compostura. No se va a marcar a nadie con la letra escarlata si le apasiona descolgarse cotidianamente (incluso más de 30 veces al mes) por webs donde abunden las grietas peludas masajeadas por uñas fosforescentes, ni muscucalvos priápicos goteando blanca satisfacción por la puntita. El Estado, ¡oh, temible zarpa!, todavía está lejos de ponerse a organizar cartillas de racionamiento onanista. Algunos ya se están viendo empujados al sacerdocio. O a la secta de Llados. Comunas no muy distintas, salvo por el ejercicio vigoréxico, la falsa promesa de riquezas y la debilidad mental colindante. Puestos a elegir, me quedo con el seminario. En la consagración activa a Dios, al menos, se invita a la lectura. Nada más sea la de un libro. Y la biblia, degustada con atino, poco tiene que envidiar a Juego de Tronos.
Todos tranquilos y con la bragueta abierta. Zumbar excitados por los mares de flujos registrados de la web seguirá al alcance y goce de cualquiera. Salvo de los menores de 18 años. ¡Dios santo, qué delirio macabro pretender limitar, un poco al menos, la educación sexual íntima de los críos con escarificaciones en el escroto y violaciones simuladas! Es una inmundicia destructiva. Digna de la privación de libertad de una columna de niños soldado en Sierra Leona. ¿A dónde vamos a llegar? ¿Acaso nuestra generación no es la mejor educada de todas porque supimos, a edades pubescentes, lo que era una tarta de crema anal? Ya sé, las alternativas suenan demasiado boomer. El plan de autosatisfacción crepuscular con el Canal+ o los risueños atrincheramientos en el baño tras el hurto de la Interviú paterna, huelen mucho a naftalina. Qué cutre… que apolillado, de verdad.
Dado que el asunto se presta tanto al chiste (aunque las razones de su aparición sean de lo más serias) no me alargaré con tecnicismo sobre la Cartera Digital Beta. Sólo especificar que, para quienes teman entrar en una lista gubernamental de pajilleros pornoadictos, a los que se les terminará exigiendo un pago a hacienda por sus quiebros a la moralidad, el proceso es totalmente anónimo. Las fases de emisión de credenciales, presentación y verificación, aseguran que desde el gobierno la única información sobre tus sesiones X sea la de la mayoría de edad. Vayan a las 35 páginas del documento oficial para salir de dudas.
Ah, y si tanto le preocupase al público ser invisible al señalamiento de sus pistones orgiásticos audiovisuales, más se preocuparía porque las páginas web que visita no albergasen palanganas masivas de datos sobre sus gustos específicos. ¿O acaso hay quien cree que cuando entra en Pornhub le salen videos con sus categorías predilectas por casualidad? La página registra la dirección IP del dispositivo, su ubicación, hora en que se visita y tipo de hardware o software que emplean los usuarios para entrar. A pesar de que la Unión Europea ya está intentando reducir la anchura de la Castilla por donde han brincado risueñas, y a manos llenas, las páginas pornográficas, su poder en datos sigue siendo titánico. Pero con eso, no asoma tanto cachondeo.
Esto, por un lado. En cuanto a los chavalines salidorros de lúbricas entrepiernas, la Cartera Digital Beta tiene, sin duda, claras limitaciones. Se puede usar un cliente VPN para que la web no sepa que estás entrando desde España, o ir al suculento mercado de Telegram donde hay barra libre de depravaciones cinematográficas. Pero, vaya, al menos se le pone algún cortapisas al alzamiento nacional de los menores. No es que esto pueda resolver una torcedura que viene ya de lejos, relacionada con una mala interpretación de la sexualidad. Una intimidad sexual vivida hoy en las generaciones jóvenes mucho más como una encarnación aspiracional de las ficciones pornográficas, que como una satisfacción realista de los apetitos mutuos.
La antropóloga Roanne van Voorst, atina cual Légolas en racha en su reciente ensayo Sexo con robots y pastillas para enamorarse (Deusto), donde se sumerge en los premonitorios entresijos de la sexualidad futura, cimentando sus previsiones en un logrado análisis de la sexualidad presente. O, mejor dicho, de cómo la sexualización ha mutado en hiper, hinchándose igual que un enfisema, al poblar cualquier dispositivos digital con toda la humareda pornográfica a la que se tiene tan fácil acceso, y que tan pensada está para ser adictiva.
No es débil la evidencia. La macrofiesta del pecado original salpica fácilmente las mentes de los jóvenes a edades donde el descubrimiento sexual debería ser, como poco, taimado. Que requiriese algo de esfuerzo y compinchería lograr material con el que alcanzar un rictus avieso, miembro en ristre, pienso que dulcificaba el placer de lograrlo. E impedía tener que caer hasta los bajos fondos de la madriguera del conejo para excitarse. Que haya no pocos chavales, incluso antes de haber alcanzado el desvirgue, interrogando a los educadores sexuales de los institutos por cómo hacer una garganta profunda o hasta qué punto hay que asfixiar a una chica para que disfrute del sexo, da fe de un riesgo social al que hay que intentar poner remedio.
Personalmente, estoy bien lejos de ser un mojigato o de tener una fotografía de Andrea Dworking en la pared del cuarto, alzando el puño contra la pornografía como desencadenante inequívoco de un apartheid del cariño, encumbrando un mundo de hombres violadores. He visto cosas que vosotros no creeríais en los confines de la web… y no voy persiguiendo faldas por las avenidas con la picha a la intemperie, ni tengo que ajustar una bola de látex roja en el hocico de mi pareja mientras le dejo las nalgas con la gama cromática de una constelación a base de golpes (que, habiendo consentimiento, oye, allá cada cual). Con esto voy a que haber buceado -y disfrutado, ojo-, de según qué dudosas formas de pornografía a edades tempranasno me ha convertido en un monstruo. He sabido distinguir realidad de ficción. La enseñanza más importante que hay que meter en toda mollera con acceso a la pornografía, sea de la edad que sea. Pero cuando yo era adolescente no tenía un smartphone; una puerta siempre abierta a satisfacer cualquier apetito pornográfico. Lo cual, seguro, facilitó evitar que andara con la garra pegada dentro de los pantalones. El mundo ha cambiado y con él deben cambiar las leyes que lo rigen.
Si no vamos al supermercado con nuestros hijos de 14 años a comprarles su primera botella de Capitán Morgan, parece lógico que no queramos verlos ajustarse las bisagras con bizarradas sexuales a las que, hace años, sólo tenían acceso los más frikis y corruptos del tráfico negro de cine adulto. Vean la película 8mm, con Nicolas Cage, y sabrán de lo que les hablo. Por la misma razón que los menores no pueden beber, fumar o tomar ciertos medicamentos, tampoco deberían tener vía libre a todo el porno, muchas veces sórdido y brutal, de internet. Y está claro. Al igual que con el beber o el fumar, si los menores quieren acceder a esa pornografía, lo harán. ¡Sin duda! Pero, al menos, habrán de cultivar el esfuerzo y puede que, por el camino, la pereza hacia el porno online en pro de un mayor interés por el sexo real.
El pajaporte no es, para nada, la respuesta definitiva al problema de acceso al porno digital en menores. Una preocupación, por cierto, en la que coincide un 93,9% de la población española, según un CIS de febrero de este año. Casi a la altura del porcentaje que considera que una paella con chorizo, no es una paella. Pero la Cartera Digital Beta, al menos, sí es un paso en la línea de la actuación en un terreno donde tutores y educadores estaban teniendo sendas dificultades para influir. Quizás, dentro de un año, lo hayamos integrado como lo más normal del mundo. Y quizás, con suerte y todo, vuelva a renacer Interviú. Que ya puestos a imaginar cosas antes impensables, también podamos recuperar lo bueno de los viejos tiempos.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.