Hace más de veinte años un grupo de científicos desarrollaron una técnica para estimular o silenciar neuronas al iluminarlas con una fuente de luz, casi como si pudiésemos apagarlas y encenderlas con un interruptor, revolucionando la neurociencia preclínica. Esta técnica se conoce como optogenética, y permite modular la actividad cerebral afectando únicamente a neuronas muy específicas. Como su nombre sugiere, la optogenética combina técnicas ópticas y genéticas, lo que ha restringido los avances científicos en este ámbito a experimentos in vitro en placas de Petri y a estudios in vivo con modelos animales. Sin embargo, esta limitación no merma la gran relevancia de los resultados obtenidos, que nos han ayudado a entender mejor la funcionalidad de tipos concretos de neuronas y su papel en los circuitos neuronales que conforman todo lo que hacemos y pensamos.
En los últimos años hemos avanzado de manera modesta pero constante hacia el desarrollo de la optogenética como herramienta para tratar enfermedades neurológicas como el Parkinson, el Huntington y la epilepsia. Pero es natural que los pasos más significativos los encontremos en nuestros ojos, en el campo de la restauración de la visión y el tratamiento de enfermedades oculares degenerativas como el glaucoma.
Activar y silenciar neuronas con un LED
Los ojos son una extensión anatómica de nuestro cerebro. Literalmente hay un nervio, el nervio óptico, que conecta nuestros maravillosos globos oculares con la parte trasera de nuestro cerebro. Y en la membrana interior del ojo, conocida como retina, residen células muy especiales que no solo son sensibles a la luz, sino que también son capaces de detectar la energía lumínica en forma de fotones y traducirla en impulsos eléctricos.
En concreto, tenemos dos tipos de células fotorreceptoras en la retina: Los conos y los bastones. Los conos son los encargados de identificar los colores, mientras que los bastones captan la intensidad lumínica y nos permiten adaptarnos a la oscuridad. Las gafas de visión nocturna exhiben tonos verdes porque este color se sitúa en la mitad del espectro visible, donde tanto los conos como los bastones son más eficientes. Lo importante es que estas células fotorreceptoras funcionan como un transductor, transforman un efecto físico en una señal eléctrica para que nuestro cerebro pueda decodificar esa información y reconstruir las imágenes en nuestra mente. Así es, nuestros ojos reciben la luz, aunque en realidad vemos con el cerebro.
Pero los conos y los bastones no son las únicas células sensibles a la luz. Inspirados en esta habilidad tan interesante y en la bioluminiscencia natural de algunos organismos, como la medusa de cristal o las larvas Arachnocampa que anidan en los techos de las cuevas en Nueva Zelanda, en el laboratorio hemos conseguido crear fotorreceptores artificiales. Neuronas que se activan o se relajan cuando reciben un fogonazo de luz, como si pudiésemos sobresaltarlas o dejarlas en shock con el flas de una cámara. Esto sirve para influir en la actividad cerebral utilizando pulsos que son totalmente inocuos e indoloros, con una precisión de milisegundos.
El truco está en las opsinas, proteínas que permiten la absorción de la luz de una longitud de onda en particular. La primera opsina utilizada en optogenética para controlar los impulsos nerviosos de las neuronas no proviene de larvas ni de medusas, sino de las algas verdes. Originalmente, esta opsina reacciona a la luz azul permitiendo a las algas orientarse para aprovechar al máximo la fotosíntesis, pero en ciencia se utilizan variaciones de opsinas naturales o diseñadas a medida que son codificadas genéticamente en neuronas. Para alumbrar en el cultivo celular in vitro se necesita un microscopio que emita luz en una determinada longitud de onda, dependiendo de la opsina utilizada, y en estudios in vivo típicamente se instala una fibra óptica de luz láser o LED en el cerebro.
Para llevar la optogenética a la clínica y aprovechar todo su potencial, es imprescindible lograr una expresión génica segura y estable de las opsinas. Pero también es fundamental comprender las intrincadas dinámicas de activación de los circuitos neuronales sanos, que además están en constante cambio gracias a la capacidad de adaptación de nuestro cerebro. Dado que el cerebro humano consta de una red de 100 billones de neuronas, obtener un mapa de conexiones estructurales (quién está conectado físicamente con quién) y funcionales (quién se comunica con quién) es una tarea sumamente compleja. En 2023 se logró completar el mapa, o conectoma, del cerebro de la larva de la mosca del vinagre como resultado de un trabajo de investigación de 12 años para tan “solo” 3.000 neuronas.
Otra limitación de esta tecnología es que la optogenética no puede abarcar un cerebro humano vivo al completo si no lo extraemos de su recipiente. Distinto es el caso de la larva de gusano C-elegans y la larva del pez cebra, que al ser completamente transparentes permiten la visualización total de su cerebro incluso mientras reptan o nadan, respectivamente. Aun así, experimentos en modelos animales combinando la optogenética con técnicas de fluorescencia de calcio han desvelado mecanismos que nos permiten convertir un recuerdo malo en uno bueno, mitigar déficits conductuales en trastornos como la depresión, o inhibir la actividad hiperactiva en circuitos desregulados en enfermedades motoras de manera precisa.
Aunque la optogenética tiene un potencial tan destacable como sus limitaciones, no es la única forma de utilizar la luz como terapia. Hay otras opciones que, aunque no puedan activar o silenciar selectivamente neuronas, no requieren manipulación genética y ya han llegado a la fase clínica.
La luz como terapia de regeneración medular
La capacidad de regeneración de la médula espinal es prácticamente inexistente. Las neuronas, al no poder reconectarse con sus vecinas, pierden su función principal como comunicadoras y mueren. Estas lesiones suelen ser consecuencia de caídas, accidentes de tráfico o deportivos, por lo que son una importante causa de discapacidad permanente en personas jóvenes. La buena noticia es que, aunque el sistema nervioso central sea incapaz de repararse a sí mismo, podemos echarle una manita.
La luz es energía, y más concretamente son ondas electromagnéticas, algunas visibles para el ojo humano en forma de colores, que van desde un azul intenso hasta un rojo brillante. Esto es lo que conocemos como espectro visible. Pero otras no podemos verlas, como es el caso de la radiación infrarroja. Esta es la que han utilizado científicos de la Universidad de Birmingham, en Reino Unido, para promover la recuperación de una lesión medular. Los pulsos de luz reducen la inflamación y previenen la autodestrucción de las células neurales, pero solo con la potencia y duración adecuadas. Este método se conoce como fotobiomodulación (PBM) y se basa en utilizar LEDs y láseres con una determinada frecuencia, directamente sobre la zona afectada. En este estudio, los investigadores buscaban encontrar la dosis óptima que permitiese la recuperación de la sensibilidad, y que promoviese la regeneración de los nervios que han sido dañados. Además, compararon los resultados usando dos estrategias distintas; por un lado, emitiendo pulsos de luz a través de la piel y por otro lado con un implante. Los resultados han tenido efectos positivos, pero todavía no podemos cantar victoria: Este estudio se ha hecho con cultivos neuronales in vitro y con modelos de ratón in vivo, el siguiente paso es hacer un estudio clínico con humanos para comprobar el efecto reparador y el grado de efectividad de la PBM en personas con daño medular.
Iluminando el camino
Utilizar la luz para manipular la actividad cerebral en humanos es un reto y un objetivo científico que promete ayudarnos a comprender mejor cómo funciona el órgano más complejo de nuestro cuerpo y cómo repararlo cuando hay desajustes en la red neuronal. Una tecnología todavía con muchos caminos sin explorar que nos impulsa a seguir avanzando hacia una comprensión más profunda del cerebro humano y su potencial para sanar.
*Estefanía Estévez Priego es Doctora en Neurociencia, ingeniera biomédica y divulgadora científica en @contandosinapsis.