La relevancia de las distopías es tan bestial como la falta de esperanza que diagnostica su triunfo. Cualquier marciano al que le dé por estrellarse en nuestro planeta nos tendrá por una raza de cenizos. Si los humanos somos la única criatura con esta inusual tradición de contarnos historias entre nosotros, vamos finos. Qué pasión por edificar torres negras hacia las que nos dirigimos como ovejas greñudas y gilipollas. Qué desparpajo para idear fracasos morales. Qué pasión por remojarse en la cascada de lo peor. Y quizás, visto así, sea triste, sí, desde luego.
La distopía, el relato de lo terrible, machaca las ganas de vivir. Pero puede ser algo hermoso. Como la voz cascada de Tom Waits o un tiento de aguardiente. Hay un innegable y bello poder en la narración elegante de la decadencia. Ahora, si la historia huele a muerte, es ominosa con tintes cutres y vulgares, más sabroso es el silencio. Por muy incómodo que parezca.
En 1949, un aguerrido idealista llamado George Orwell publicó una de esas distopías que enloquecerían al mundo. No creo que haga falta profundizar en la trama de 1984. El Gran Hermano, el Ministerio de la Verdad, Winston Smith, ese lánguido, flemático y melancólico protagonista… En fin, quien despiste la novela ya está ventilándosela. O, si el tiempo apremia, siempre se puede descolgar por las casi dos horas de la película homónima de Michael Radford. A Winston Smith lo encarna John Hurt. Una ironía si tenemos en cuenta que otra de las películas más taquilleras del actor británico fue V de Vendetta, donde interpreta al Líder Supremo de, vaya, la distopía ideada por Alan Moore, y llevada al cine por James McTeigue. Una coincidencia que, estoy seguro, tiene poco de casualidad.
Si después de la Segunda Guerra Mundial, Orwell presentó al mundo su metáfora del comunismo soviético (ojo, no desde una posición conservadora, sino desde una ligada al anarquismo), 35 años después la rutilante fecha del título aparcó en el presente. 35 años de expectante Guerra Fría donde la idea de la alienación ligada al colectivismo rojo había acampado con base de hormigón en Occidente. En una parte, al menos. ¿Qué podía elevar a la categoría de héroe a algo en semejante brete? ¿Cuál era la fórmula mágica para robarle el corazón al pueblo? ¡La liberación! ¡La libertad individual! Romper grillete y elevar a la categoría de lo independiente a cada sujeto de las masas en peligro de hipnosis socialista.
Sin duda, esa es la idea que irrumpió como un pesado hipopótamo en la sesera de Steve Hayden, Lee Clow y Brent Thomas. Nombres que plantan interrogantes en un rostro si no los enlazamos con dos cosas: publicidad y Apple. Y es que estos tres truhanes fueron los guionistas de uno de los spots míticos de la televisión. Conscientes de lo antes comentado, apuntaron con sus arcos creativos al calcañar de una sociedad, la norteamericana, a la intemperie de una constante batalla cultural. La mística de la liberación era el caviar idóneo para tragarse el medicamento del consumo.
Y qué grata coincidencia que el año inmortalizado por la obra de Orwell coincidiera con la fecha en la que Apple quería revolucionar el mundo. Porque 1984 fue el año en que la compañía lanzó el Apple Mac, y si bien no tuvo el éxito que se esperaba (sus ventas se tiñeron de negro cuando se filtró su arranque de tostadora, el pequeño monitor y una memoria de alzhéimer), aquel fracaso regaría la obsesión de su líder, Steve Jobs, que acabaría convertido en el gurú mágico que vende hoy su leyenda.
En 1983, el prometedor guion llegaría hasta las británicas manos (hubo un tiempo en que todo lo británico fue mejor) de Ridley Scott, quien ya había dado la campanada con Alien y Blade Runner. Pero, bueno, ¿de qué iba el tema? ¿Qué tuvo aquel anuncio para remover tanto los corazones? Ridley se quedó, al principio, tan atónito como se quedaría el público del entretiempo de la Super Bowl 1984.
En el anuncio, una hilera de currantes desfila militarmente hacia una sala. Su andar es plomizo y abstraído. Son como cuerpos lobotomizados, más cerca de lo robótico que de lo humano. Recuerdan a una paradójica mezcla entre pobres diablos sacados de un campo de concentración y los cabezas rapadas que, tanto tiempo después, todavía revisan aquel episodio de la historia con nostalgia. Nada amigables, desde luego. Mientras machacan unos adoquines de plástico, el Gran Hermano descarga su speach. Un coaching motivacional al estilo soviet: “Nuestra Unificación de Pensamientos es un arma más poderosa que cualquier flota o ejército en la tierra. Somos un solo pueblo, con una voluntad, una determinación, una causa. Nuestros enemigos hablarán hasta la muerte y los enterraremos con su propia confusión. ¡Prevaleceremos!”.
Buf, ¡qué plomazo! Afortunadamente, de la atmósfera gris y depresiva, de esa amalgama de tonalidades siberianas donde resuena la aletargante voz del líder, hace su aparición una poderosa figura. Una mujer, vestida como una atleta, o como una camarera de Hooters, atraviesa a zancada animal la decadente sala de cine donde el Gran Hermano habla a sus zombis. Ataviada por unos pantaloncitos color butano, una camiseta de tirantes blanca y un martillo de estibador decimonónico, la persiguen los lacayos de la dictadura; antidisturbios de casco íntegro y porra al frente (un conjunto RoboCop que invadiría las películas de acción de aquella década).
Las miradas se encienden como un Flipper. En un par de movimientos concéntricos, la protagonista deja volar el martillo contra la gran pantalla. ¡PUM! Un haz de luz, como el estallido de una supernova, se apodera del encuadre. Los skin heads parecen, acto seguido, obreros manchados por entero de yeso que miran boquiabiertos el volar plisado de la falda de una increíble transeúnte. Salta otra voz. También masculina, pero menos robótica. Rígida y vigorosa, a la vez que meliflua. Un rumor que reza el anzuelo del invento: “En enero de 1984, Ordenadores Apple lanzará el Macintosh. Y verás como 1984, no será como ‘1984’”. Fundido a negro. Por último, y lo más importante, la manzana mordisqueada arcoíris que se convertiría en todo un símbolo de la tecnología. Y de lo hortera también…
Antes de que la buena publicidad se convirtiera en algo tan diminuto como una huella dactilar en el cristal de un rascacielos hubo ensayos como estos de genialidad. Ridley Scott, cuando leyó el guion, aseguró: “Dios mío. No dicen qué es. No muestran qué es. Ni siquiera dicen qué hace. Era la publicidad como forma de arte. Fue devastadoramente eficaz”. Tanto que, aunque el producto haya pasado a los anales del fracaso, el anuncio sigue despertando interés. Incluso en generaciones muy posteriores.
Una curiosidad. Anya Major, la actriz que clavaría su estampa como una chincheta en el imaginario publicitario logró el papel gracias a su pasado como lanzadora de discos. El resto de las aspirantes eran incapaces de hacerse con la pesada herramienta. Hubo incluso quien estuvo a punto de descalabrar a una pobre anciana que paseaba por los aledaños del Hyde Park, en Londres, donde se celebró el castin. Una lección de vida para quienes despachan cínicos esa frase tan poco agraciada de “¿esto para qué me va a valer?”. Pues mira, por ejemplo, para conseguir un papel. Y también para no andar matando viejecitas inglesas, claro.
Echando la vista atrás, cabe gruñirle, como poco, al eslogan con el que Apple quiso venderle al planeta que su tecnología liberaría a la humanidad de las tentaciones de los dominios totalitarios. El estado de vigilancia digital y el espolio de datos son un material digno de homologarse a la paranoia orwelliana.
Apple abrió la veda para que los actuales Grandes Hermanos, como Meta, X o Amazon, dirijan nuestras vidas. Salvo que, en vez de con cámaras de tortura, ratas hambrientas desperadas por zamparse tu hocico y un relato falso sobre la necesidad de protección por parte de un Estado tiránico, la narrativa es más sibilina. Al igual que el avispado conquistador enfocado en hacer dependientes a sus colonizados de los bienes que sólo él posee, convirtiéndolos en dóciles y amigables aliados de su propia sumisión, estos neo-BigBrothers enganchan a las masas a una revelación voluntaria ininterrumpida y a los bienes (materiales e inmateriales) de consumo con los que los alelan.
Es gracioso, suele compararse nuestra actualidad virtual con Un mundo feliz de Aldous Huxley (siento rayar el disco hablando de esto, pero juro que tiene sentido). Y aunque ya sé que la publicidad, de la forma en que Ridley Scott la entendía al hacer su anuncio del Mac, está de capa caída, intento imaginar qué spot, inspirado en esta otra distopía (por cierto, ideada más de una década antes que la de Orwell), podría ver la luz ahora. Me cuesta visualizar cómo sería el martillo, quién lo empuñaría o cómo se representaría a las masas idiotizadas (creo que tiraría por algo de Steve Cutts). Pero, principalmente, no veo qué compañía tecnológica podría tener interés en negar, sin una hipocresía descaradamente repugnante, el futuro que Huxley presagió. Al fin y al cabo, su negocio depende de esa felicidad…
Sea como fuere, resiste en el recuerdo (y en Internet, claro) ese emocionante anuncio que entendía la publicidad como una forma de arte. No tengo en mente ningún spot, al menos reciente, capaz de inspirar, dentro de 40 años, que se siga hablando de él. A decir verdad, no veo que en 40 años se vaya a seguir hablando de mucho de lo que se hace ahora. Espero equivocarme. La épica de lo trascendente, bueno, es una de esas cosas que merece la pena sobrevivir. Dios, o Grandes Hermanos, mediante.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.