He pasado buena parte de mi vida adulta recorriendo la meseta entre Asturias y Madrid, mirando esa llanura de patchwork que se tiende hasta el horizonte, el recio campanario castellano, algún paisaje de colina verde y cielo azul semejante a un fondo de pantalla de Windows. Un migrante interno de la era digital.
Primero, en los albores del siglo XXI, iba en el ALSA, cinco horas y media con aquella ominosa parada en la “localidad zamorana de Villalpando”, como decían por megafonía, más bien un área de servicio donde te comías una baguette de pechuga de pollo y te encontrabas siempre a quien no te querías encontrar, porque por allí pasaba todo el mundo. Hubo quien bautizo a la diáspora juvenil asturiana como Generación Villalpando, o Generación ALSA. Casi todos mis amigos se vinieron a Madrid, aunque el presidente asturiano Tini Areces decía que aquello era una “leyenda urbana”. Por aquí seguimos casi todos, extendiendo la mitología sobre el plano de Madrid.
Hubo momentos en los que tuve acceso al ALSA Clase Supra, que tardaba media hora menos porque no paraba en Villalpando, tenía asientos más anchos, gran variedad de películas y documentales, y, en sus mejores momentos, una azafata que se jugaba la vida por el pasillo repartiendo frutos secos y Coca-Colas. En un ALSA Clase Supra, de jovencito, con mi tía Vicen, probé por primera vez el caldo de pollo, soluble, como una pastilla de Avecrem. Me cautivó hasta hoy. Al bajar del bus te daban un regalo que, por lo general, podías tirar en la primera papelera al salir de la estación girando a la derecha.
Hace no tantos años mi vida mejoró: ya tenía suficiente estabilidad económica para pagar el tren ALVIA en vez del ALSA. No sé si es que había subido de clase social o que me había hecho mayor. Lo hice no sin algo de nostalgia por tantos hitos vitales vividos en el sufrido autobús: viajar escuchando a Los Planetas pensando en mi enamorada, leer el Calígula de Camus, conocer a gente que luego veía por los bares del Oviedo Antiguo, o ir durmiendo la mona tras coger el bus de empalme, salido de cualquier after, para escándalo de los otros viajeros, que olían el vicio.
El ALVIA era otra historia: tardaba solo cuatro y media, más o menos, los asientos eran todavía más amplios, los paisajes mejores, no había curvas pronunciadas y, por si fuera poco, uno podía pasar ratos en la cafetería comiendo un sándwich mixto un poco reseco (el denominado menú mix). Lo curioso es que el ALVIA iba por vías de alta velocidad hasta León y luego llegaba la cordillera Cantábrica y tardaba otras dos horas y pico en hacer el último tramo del viaje. Los asturianos presumen a menudo de estas impresionantes montañas que tanto le costaron a los romanos o a los musulmanes, y que también se lo puso difícil al progreso: la incomunicación ha sido un problema secular de Asturias. Son muy tochas las cumbres que nos rodean, y muy hermosas.
Horadar las montañas para que pase el AVE es lo que han llamado “la obra civil más compleja de la historia de España”: la variante de Pajares. Se han gastado más de 4.000 millones de euros en casi 20 años. Mil veces se prometió su apertura y mil veces se demoró. Afinando: se dieron al menos 17 fechas de inauguración distintas. Siempre surgían problemas de una u otra índole; la tarea no era cualquier cosa, y los políticos ya se sabe como son. Ahora por fin se ha inaugurado y el trayecto en tren desde Madrid tarda una hora y cuarto menos. Una diferencia muy notable.
Viajar a Madrid desde Asturias ya no tendrá ese cariz de aventura hacia otro mundo. Traerá consecuencias para la región: el viaje de tres horas permite pasar el fin de semana, de modo que aumentará el turismo y también el negociete inmobiliario de la segunda residencia. Hay pueblos horrorosos en la cuenca minera, como el de mi familia, en el concejo de Aller, que no le interesaban a nadie y ahora se los quieren comprar enteros los inversores extranjeros. Hay quien piensa, ilusoriamente, que Asturias es un “refugio climático”, y aquí, como dicen que pasa en China, ven esta crisis como una oportunidad y se frotan las manos.
El turismo es el futuro obligado de una región que fue la vanguardia orgullosa del movimiento obrero, y uno de sus mayores motores industriales, a base de carbón, astilleros, ferrocarriles o siderurgia. Ahora nuestro carbón es el cachopo, la casa rural, el bar playero, el culín de sidra bien tirado. El tiempo no es la hostia, pero quizás esa será la gracia en los años Mad Max que vienen.
Hay quien teme que el AVE, más que traer oportunidades, se las lleve a Madrid, como si la capital fuera a absorber el talento del heroico Principado. Hay quien sabe que ni siquiera existirá tal cosa como un refugio climático: el cambio en la temperatura de la Tierra puede causar tales desarreglos, no solo ecológicos, sino económicos, políticos y sociales, que puede que no haya donde refugiarse de la catástrofe, aunque orbaye y haga más fresquito.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.