Contra todo pronóstico, Javier Milei y yo compartimos bastantes cosas. Guardo distancia con esa jeta a ratos psicótica, dominada por unos ojos hervidos y el gesto furibundo de un rencor enterrado, a lo Ivan Rassimov en Todos los colores de la oscuridad. Pero si me encuentro en su onda Rolling Stones. Al igual que Milei, yo también tuve una banda tributo a sus Satánicas Majestades. Supongo que la diferencia es que la suya tenía nombre, integrantes y un outfit adecentado, y la mía consistía en una guitarra desafinada, unos gayumbos rotos y la compañía del espejo en el cuarto de baño. Sea como fuere, chisporrotea entre ambos un poso de conexión.
Concentrándome mucho, logro percibir… uhm, una vibración. O quizás mis ondas mentales interfieran en la línea directa que Milei tiene con el eterno cementerio de animales donde Conan, su difunto mastín, pastorea y habla con el recién elegido presidente argentino vía una médium. A saber. Pero ríase usted del pajarito de Maduro…
Milei, Javier, quería ser una rockstar. Y si bien yo también deseé serlo en el gigantesco escenario de mi imaginación, él quiso reventar los de su natal Argentina con temas de porno-rock. Canciones cachondas, en el sentido paquetero del término, que no fraguaron la admiración deseada. Porque lo cierto es -confesado por el mismo- que la fama lo atrajo siempre como un canto de sirena.
Intentó alcanzar el estrellato por medio de la música, aunque no desprestigió el fútbol. Como arquero lucía fisno. Esbelto. Con una mata capilar digna del glam metal más andrógino, forzaba arduas labores de limpieza y secado en las gradas bajo las posaderas de muchas espectadoras (y espectadores también, claro). Pero dio la casualidad -viva el azar- que fue una materia poco eléctrica y festivalera, la economía, la que lo encauzo en la senda más propicia para su esquiva presa; la fama. De esa forma, hizo gala de un excentricismo ilustrado que, habiéndole sido útil a poetas y artistas surrealistas desde sus más vetustos orígenes, ¿por qué no le iba a servir a un economista?
Anarcocapitalista, liberal-libertario, minarquista… Pelo-Cocotte Milei entendió rápido que el estrellato de los Rolling se debía a la calidad de su música, yes, pero también al indecente cadereo de Mick Jagger y a la rentable controversia de Keith Richard. ¿Para qué está la cabeza si no es para perderla?, que dijo aquel. Por eso, de entre el cementerio de choripanes aplatanados y plachabragas con plomo en las venas, lo suyo debía ser dar rienda suelta al vociferio. La rockstar Milei hizo ensayos de espectáculo y resulta, mira tú, que la exclamación delirante como arma arrojadiza funcionó mejor que un boomerang tuneado…
Dicen por ahí que nos atraen los locos porque alucinan un mundo del cual los demás no tenemos la llave. Antonin Artaud, creador del teatro de la crueldad, llegó a presuponer que el enfrentamiento de la psiquiatría con la locura se debía a la envidia. Un picor vital nacido en la incapacidad de esos matasanos de la mente para transitar los edenes desquiciados donde la genialidad florece salvaje y sin cortapisas.
Javier Milei, inconsciente -o no- de las tesis del dramaturgo francés, ha sido el blanco de dicha envidia. Quizás, mejor dicho, del morbo que invoca la repetitiva zumbada que lo ha hecho viralizarse en toda red social habida y por haber. Porque si los videos de argentinos jurando en arameo demoníaco, y cayéndose de farolas altas como jirafas durante el mundial, se propagaron al ritmo de las ladillas, ¿cómo no iban a mantearse digitalmente, a la vista del planeta, las intervenciones de un político colérico berreando «¡Al zurdo de mierda no le podés dar ni un milímetro! ¡No se negocia con esa mierda!»?
Internet es como una portera largando los trapos sucios del edificio. Por muy digno que te pienses, por mucho que busques ahogar el ruido, los patinazos más sonados se colaran en las grietas hasta tus oídos. Y el león lo sabe. Sabe que ningún show llega lejos sin fuegos artificiales. Que la fama no casa bien con el conticinio y flirtea a gusto con el bramido.
Por cierto, un rugido polinizado de forma más tradicional. A decir verdad, Milei no ha necesitado ponerse a teclear tuits a ritmo de doble bombo como Trump (hay, incluso, una falta sintáctica en el que tiene fijado en su muro), ni andar predicando 7-Eleven tras las cámaras de un móvil en riguroso streaming. Javier ha dejado que sus apariciones televisivas vivan como él predica; en libertad. Tal que en el evangelio de San Mateo, Milei no ha ido a las redes, sino que ha dicho: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré». Según parece, las redes ya andaban hasta el gorro de artistas parásitos, periodistas ensobrados y políticos hablando sin parecer recién salidos de un after con tics nerviosos y abscesos de caspa blanca en la nariz. Argentina, los consumidores digitales del G20, en general, pedían espectáculo. A tenor del descontento, la desesperanza y la despolitización, nada mejor que una cosmología de excentricidades virales. ¿Cuántos videos de Sergio Massa han pasado por vuestros móviles? Pues eso…
Milei grita enardecidamente y eso agita a su público sin remedio. Es hipnóticamente inventivo en su delirio, azuzando grandes fervores digitales. Como el gusto por la poesía descontextualizada de Instagram, por ejemplo, citando fraseos de óperas de Puccini. «No hay noche que no haya sido derrotada contra el amanecer», manifiesta el león, y se queda tan pancho. Igual que sus compadres sabaneros, panza arriba vigilando la finca, a la espera de que las leonas le traigan la molleja y los chinchulines asados. ¿Cómo no va a estar contra el aborto, el nuevo Rey de la Pampa, si cuantos más cachorros haya a su alrededor más alpiste rebosará a las faldas de su roca?
Oye, ahora bien, las cosas claras. Al Cesar lo que es del Cesar; nadie ha vendido la privatización y la mutilación ministerial con mayor salero. Ver a Milei arrancando tarjetas con los nombres de los ministerios de una pizarra al grito de «¡Fuera!», como si se tratara de tiritas calcificadas, fue para anarcoliberales del mundo entero igual de afrodisíaco que un telemaratón de la doctora Pimple Popper (explota-espinillas) en una residencia de estudiantes: «¡Oh! ¡Sí, Dios mío! ¡Sí, por Dios, quítalo! ¡Sácalo! ¡Sácalo de ahí, ya!». Y, una vez más, el león lo sabe. A golpe de flequillo y chándal britpop sobre chupa de cuero, Javier Milei carga las tintas sin despistar una oportunidad consciente de que el mundo está mirando… Siempre al corriente de lo juguetona que es la viralidad y de cómo te asalta al levantar la piedra inesperada.
La política internacional ha mutado. Su metamorfosis ha parido un vodevil circense lleno de personajes marcianos con pelos frikis, andares solemnes, arranques cretinos y altavoces cargados de rabia apelando al sentimentalismo. Novedades con poder que asaltan nuestras pantallas, inmiscuyéndose en las galerías o en nuestra memoria a corto plazo vía una publicación.
Javier Milei, a rebufo de una Argentina desbancada, pobre y desesperanzada, ha usado sus dotes telenovelescas dando cuartelillo a la colifa. Y ha triunfado. Se ha convertido en un influencer. En un mago de la viralidad. Por eso, cuando entre los grupos de WhatsApp de mis amigos fluyó el grito de: «¡Viva la libertad, carajo!», no me llevé las manos a la cabeza. Estaba cantado. Al fin y al cabo, el espectáculo siempre debe continuar…
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.