Los catadores son personajes históricos muy morbosos. Pensadlo, su tarea era enfrentarse a una muerte horrible de retortijón, en un arriesgado goce de los placeres gastronómicos que el vulgo no saboreaba en su pocilguera vida. Tenían acceso al lado oculto del sabor, a costa de flirtear con una cianosis vertiginosa y una diarrea bestial hasta quedar como una bolsa de piel. No parece, lejos de satisfacer la curiosidad, una tarea muy golosa. Dudo que los esclavos se diesen codazos por el puesto de praegustator en la Roma antigua. Huele, sobre todo, a condena…
Hace tiempo, más del que parece y menos del que me gustaría, postulé a un puesto de catador de veneno. No en el sentido clásico del término, pero sí en lo que llamaríamos catador digital. Vivía en Barcelona. Me pusieron en contacto con Paul (un nombre falso, no por cubrirme las espaldas, sino porque no me acuerdo del real) de la empresa Majorel. Paul era un mozo lozano a la par que rollizo. Fue considerablemente melindroso en nuestras dos o tres conversaciones por videollamada. Al menos, todo lo que le permitía su barba bañada en migas de ganchitos sobre un gesto de imborrable embolia recién superada. Un poco como cuando Sam Rockwell hace de alelado. La tarea de Paul era evaluar mi potencial para el cotizadísimo, queridísimo, cojonudísimo puesto de moderador de contenido en TikTok. Lo dicho, un catador de veneno digital.
Paul realizó, durante nuestro primer encuentro, las preguntitas de rigor sobre mi recorrido académico, mis ambiciones laborales y toda la paja que no es sino la excusa para leer entre las líneas de tu expresión corporal, y eso tan raro que llamamos vibra. En el segundo, me puso una prueba. Un pinta y colorea -digo esto dada la sencillez del reto- en el que tenía que decidir, en función de determinados símbolos, acompañados de una línea explicativa, si el hecho que representaban era susceptible de herir sensibilidades.
A ver, yo no soy el pibe más avispado del gallinero, pero me da para enterarme de que un símbolo de violencia o de sexualidad explícita merece dos rombos. Pasé el corte. A la tercera ronda, vi alguno de los ejemplos, esta vez sin simbolito, de lo que iba a “catar” de cara a que los consumidores de la plataforma no se topasen con material sensible, y casi me quedo turulato. Las imágenes de asesinatos y marcianadas sexuales me agarraron por el pescuezo. Me tienta concretar, pero lo resumiré en que podrían ser escenas de una novela negra sueca. Paso de marearme describiéndolas…
Si las bestialidades audiovisuales que avasallan los grupos de WhatsApp ya me ponen los pelos como escarpias, viéndome en la obligación de borrarlas inmediatamente como si su mera existencia en mi dispositivo fuera un angustioso tormento, estás que yo podía trabajar en aquello. Le di las gracias a Paul y le deseé buena suerte. Prefería machacarme la espalda en una ETT de hostelería, a reventarme los sesos y escupir sobre mí, ya de por sí tambaleante, estabilidad mental con flemones de los actos humanos más atrofiados. Permítaseme decir que hay que tener mucho estómago, o estar bastante flipado, para poder zambullirse durante una jornada laboral entera en videos que le cortarían la digestión a Steve Larson. Y cuando uso ‘zambullirse’, no es una metáfora baladí, porque a razón de máximo 25 segundos por video, asegurar que estas “ahogado en contenido” es, como poco, el símil más próximo a la tarea del moderador. Ah, y no está pagado, que suele decirse. No sólo por contrato, sino por las pesadillas y pensamientos intrusivos derivados que acaban violando a estos catadores, quienes pavimentan diariamente el camino para ver reventada la careta de su salud mental sin compensación alguna.
A buen cuento viene este preámbulo porque los nuevos catadores de veneno digital han decidido ir a la huelga. Seguro que algún psicópata adicto al apetito por la violencia visual se ha hecho la del esquirol. El conjunto de los moderadores, sin embargo, le han hecho un corte de mangas al gigante chino -me ha saltado, de pronto, a la mente el viejo Yao Ming-.
El sindicato Solidaridad y Unidad de los Trabajadores (SUT), convocó el pasado 24 de octubre un parón indefinido de los moderadores contratados por Majorel para TikTok. Según parece, los catadores habían sido capaces de digerir -además de las recurrentes delicias chungas de los videos a censurar- horarios mortíferos, irregularidades en los pagos y lagunas en los contratos, pero lo que pinchó su concesivo globo, a mi gusto ya del tamaño de un zeppelín, fue la negativa al teletrabajo…
No voy a ocultar que el teletrabajo me parece una trampa según las circunstancias en las que se promueva. Los individuos ya nos aislamos lo suficiente, motu proprio, con las cadenas de absorción digitales como para ir pelando espacios de encuentro humano. Dicho esto, el trabajo de moderador de contenido para TikTok no descubre un beneficio demasiado hondo en la presencialidad. Desde luego, no en una absoluta, que es lo que se les ha querido imponer.
Imagino una sala pespunteada de cubículos con personas poseídas por la tintineante luminiscencia de una gran pantalla, donde imágenes aceleradas de toda temperatura moral se toman el relevo en menos de medio minuto. Así durante ocho horas seguidas. La escena, honestamente, me sabe menos a distopía si se reproduce en el calor del hogar. Con un cafecito y el pijama. Eso, por una cuestión casi estética. En un sentido práctico, los moderadores no presenciales esquivan largos trayectos en transporte público (si trabajas como moderador de TikTok, no sueles disponer de las perras que exige el mantenimiento de un coche), instalaciones que dejan mucho que desear, o pagarés en tiempo y dinero por una comida que transportar. Y ya que se van a pasar muchas horas seguidas en una batalla digna de la alienación industrial, pero sin ponerte cachas, ¿qué menos que hacerlo en un espacio relajado y a bajo coste?
Que una gran empresa presione a sus trabajadores no es ninguna novedad… Al contrario, lo raro es que nunca lo haga. Y si no lo hace es porque suele desear convertir la explotación laboral en un estado de armonía donde el machaca se sienta cómodo. A las grandes tecnológicas les chifla ponerte mesas de ping-pong, bolas de hámster humanas y salitas de siesta para que las oficinas sean como una gran comuna mormona. Pero esta presión sobre los moderadores apesta a plan espurio… Desde el SUT, afirman que todo es una estrategia de “guerra psicológica” contra los trabajadores, a fin de quemarlos tanto como para que “abandonen la empresa por su propio pie y así ahorrarse indemnizaciones por despido”. No parece descabellado…
Y, atención, que si alguien pensaba que hablaba de TikTok cuando decía “gran empresa”, no me refería a al espídico escaparate virtual chino, sino a Majorel… ¿O acaso creéis que el abuso sistemático de las grandes empresas esquivaba España? Res, macu, que me habría dicho Paul. La filosofía de azotar el capital hasta que corra a su máxima velocidad, sin importar si en el proceso muere el caballo, es un fetiche internacional.
Resulta irónico que, recientemente, Elena Fuentes, una joven española de 23 años, usara TikTok, precisamente, para denunciar la precariedad laboral a la que se enfrentan los jóvenes españoles. En cierto sentido, sería como denunciar el consumo de carne roja en el Canal Parrilla. Pero hoy todo está un poco enfangado por la falta de principios. No porque no se tengan, sino porque, como decía Groucho, “si no le gustan tengo otros”.
Ojalá los moderadores de TikTok hubieran recibido órdenes expresas de deshacerse de videos como el de Elena; eso querría decir que la difusión de la inestabilidad laboral que desde sus propias contratas se promueve es capaz de patear la rueda. Tal vez no para que cambie de sentido, pero sí para frenarla un poco. Por desgracia, la única preocupación de la red social asiática es que se filtren contenidos sensibles (por tanto, denunciables) en los TikTok lives. Atrás quedaron los tiempos en los que llevar octavillas que criticaran al poder era motivo de tensión y peligro. Hoy sólo se atacan los derrapes individuales, porque sólo estos afectan a los ciudadanos que, más que eso, ya parecen únicamente consumidores. Los catadores de veneno digital están haciendo valer sus derechos, reclamando que los traten como seres humanos, y no como sacos de contenido con órganos y piel de los que prescindir con el desentendimiento que el turboconsumo de material digital impone. La Historia nos demuestra que un grupo unido y decidido, obstinado en lograr sus objetivos, suele obtener la victoria. La historia, sin embargo, ha cambiado. Y donde antes se auguraban triunfos, hoy se vislumbra una impotente y soberbia incapacidad.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.