Tengo algún amigo que, sentado muy recto y muy serio al otro lado de la mesa del entrevistador de la empresa, al ser preguntado por su mayor defecto, contestó sin dudarlo: “Que soy muy perfeccionista”.
Se hacen frecuentes bromas sobre esta situación, porque la respuesta se tiene como una especie de cabriola argumental para torear la pregunta formulada: se entiende que, aunque ser perfeccionista se considere un defecto, en realidad no lo es, sino que se trata de una virtud camuflada y, en el fondo, deseada por las empresas. De modo que uno sortea el brete de tener que decir un defecto respondiendo con uno que no lo es. Un truco genial.
Yo no me lo creo tanto. Creo que el perfeccionismo es un defecto sin paliativos, que no se puede maquillar con un falso prestigio, y creo también que ya deben quedar pocas empresas donde busquen perfeccionistas para engrosar sus filas.
Recuerdo que cuando era niño me fascinaban los cuernos que tiene el Moisés de Miguel Ángel: un señor perfectamente humano tallado en mármol blanco, portando las Tablas de la Ley, al que, de pronto, le surgen dos pequeños cuernos no demasiado prominentes. Mi tía Vicen, que me llevaba a catedrales y museos, y que me llevó a la iglesia de San Pietro in Vincoli, en Roma, para verlo, me dijo que Miguel Ángel le había puesto aquella cornamenta a Moisés porque la estatua era demasiado perfecta, y podía ofender a Dios, el único ser capaz de lograr la perfección. (La razón real de los cuernos de la estatua es otra, pero mejor búsquenla en Google). Es más, la perfección de Dios es tan perfecta que explica su existencia, según uno de los argumentos más locos de la historia de la filosofía. El argumento ontológico de San Anselmo viene a decir, grosso modo, que Dios existe porque es perfecto, porque si no existiese, no lo sería. Otro buen truco argumental.
Estoy de acuerdo en que ser perfeccionista no tiene demasiado sentido, y que solo Dios, exista o no exista, debe obrar la perfección. Los perfeccionistas, volviendo al mundo cotidiano, se enredan en los detalles (donde dicen, también erróneamente, a mi juicio, que vive el Diablo), tienen poca capacidad para tomar decisiones y tardan en realizar las tareas, ya sea un plan de negocio anual o una maleta para salir de viaje. Les cuesta improvisar soluciones, funcionan mediante algoritmos rígidos e inamovibles (si la receta dice que el plato se hace así, no puede hacerse ninguna modificación) y suelen requerir muchos recursos para cumplir los objetivos (por ejemplo todas las sofisticadas herramientas que puedan utilizarse), en vez de apañarse con los realmente disponibles. Los que conozco, además, no suelen saciarse nunca en su perfeccionismo, nunca están satisfechos del todo, y es muy probable que cuando han acabado su labor quieran empezarla de nuevo. Es normal, porque persiguen un ideal imposible. Sufren.
Tampoco son bueno trabajando en equipo, sobre todo si quieren imponer su perfeccionismo a los demás, que interpretarán que el perfeccionista, con su perfeccionismo, no para de poner piedras en el camino y de sabotear en el proyecto en pos de llegar a unos estándares que solo son deseables en su cabeza. De modo que, a la postre, suelen resultar irritantes a las personas de su entorno. De modo que el perfeccionista suele morir solo y en la más absoluta miseria, abandonado por la sociedad. No, esto es broma, lo cierto es que los perfeccionistas, inexplicablemente, conviven con los otros seres humanos sin caer en la desgracia y la marginalidad, al menos en un porcentaje nada despreciable de las ocasiones. Lo que sí es cierto es que las víctimas del perfeccionismo suelen tener baja autoestima (como causa o consecuencia de su dolencia) y pasar por mayores episodios de ansiedad y estrés, como es lógico cuando uno se enfoca en las rigideces de la perfección en vez de en la flexibilidad de la vida fluida, como dicen algunos ahora. “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. De todas formas, tengan cuidado con ellos. Como con el Diablo.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.