Recientemente me tocó dar una conferencia en una universidad justo después de un “evangelizador” procedente de una gran compañía tecnológica, en el marco de un evento dedicado a la educación. A este foro, de carácter marcadamente tecnoptimista, me invitaron para ejercer de contrapeso al discurso que dominaba.
Tengo que decir que aquella persona era muy amable, un buen comunicador y seguramente competente. Su charla trataba de los usos de la inteligencia artificial (IA) generativa en la educación y cada par de minutos decía: “Os puedo decir que en los próximos años nos vamos a divertir mucho”.
La palabra “diversión” y sus derivados es recurrente en este tipo de encuentros. Las presentaciones de PowerPoint de estos comunicadores suelen ser muy “divertidas” porque es fácil despertar las risas de una asamblea al apoyarse, por ejemplo, en imágenes graciosas fabricadas con IA en las que el propio ponente se muestra a sí mismo en una situación imposible.
Recientemente vi también anunciado otro evento sobre este tema que terminaría con una fiesta “divertida” en la que se serviría un pastel creado por una IA. Todo esto es, sin duda, muy “divertido”. Y la diversión, por definición, consiste en distraer: en desviar la atención desde lo importante hacia algo trivial, de tal manera que lo primero pase desapercibido.
Esto es lo que hacemos los magos todo el tiempo. Son frecuentes las analogías entre magia y la tecnología, desde la célebre frase del autor de ciencia ficción Isaac Asimov, que proclamó que “la tecnología suficientemente avanzada era indiscernible de la magia”, hasta la gran socióloga del MIT, Sherry Turkle, la cual más recientemente escribió: “Hemos tenido una historia de amor con la tecnología que nos parecía mágica. Y como ocurre con un gran truco de magia, funcionó porque iba atrayendo nuestra atención para que no nos fijáramos en lo que estaba ocurriendo”.
Tal y como explico al principio de mi libro Anestesiados, me llamó la atención el día que me enteré de que el fundador del Center for Humane Technology, Tristan Harris, (el cual produjo el documental El dilema de las redes sociales) era mago como yo. Las redes sociales, piedra angular de Internet desde finales de la década de los 2000, reúnen todos los elementos de esta distracción: eran (y siguen siendo) altamente atractivas, como una especie de imán que conquista irresistiblemente nuestros ojos y nuestro tiempo.
Son capaces de desviar nuestra atención de lo que nos ocurre mientras estamos distraídos. Consiguen hacerlo a gran escala, tanto si lo medimos en función del volumen de personas víctimas de esta diversión (miles de millones en el mundo) como por la cantidad de tiempo y de datos que consigue sustraerle a cada una de ellas en este proceso. Se trata, en definitiva, de un número de carterista ejecutado a nivel industrial.
Después de 20 años de redes sociales, queda claro que han afectado a las personas y a la sociedad mucho más allá de las relaciones sociales en un sentido estricto. Sus consecuencias profundas se notan desde la esfera política (habiendo dificultado el acceso a una información veraz y distorsionado procesos electorales) hasta la esfera más íntima (en especial, con la epidemia de patologías en la salud mental cada vez más patente puesta en evidencia por el psicólogo americano Jonathan Haidt y cuyo inicio se remonta a 2012). Además, han remodelado de forma radical los límites entre lo público, lo privado y lo íntimo.
Con la IA generativa, aunque todavía nos falte perspectiva para analizar las consecuencias sociales de su uso intensivo y generalizado, me parece que estamos ante un fenómeno similar tanto en cuanto a la poderosa diversión que provoca como al ámbito en el que se aplica.
En relación con el primer punto, la IA incorpora otro elemento propio a la magia: elmisterio. Cuando ChatGPT responde a cualquiera de nuestras preguntas, tenemos la sensación de estar asistiendo a un espectáculo de ilusionismo en el que nuestro cerebro no consigue abarcar lo que está sucediendo. Solo después de decenas o centenares de prompts y sus consecuentes respuestas nos vamos acostumbrando y nos volvemos un poco más impasibles frente a este misterio.
En cuanto al perímetro en el que la IA puede afectar nuestras vidas, los análisis se están limitando casi exclusivamente en dos campos: el trabajo y la educación. Ambos son fundamentales, sí, pero limitarse a ellos entretiene la ilusión de que la IA va a irrumpir de forma selectiva en nuestras vidas de acuerdo con lo que nos interesa, afectando únicamente nuestra faceta laboral o productiva.
En realidad, si los eventos siguen su curso con un nivel de reflexión superficial y de regulación baja, es probable que la IA generativa y posteriormente la robótica afecten de forma similar un espectro muy amplio de ámbitos de nuestra existencia, desde nuestra vida interior hasta nuestras relaciones sociales, pasando por el ocio, la espiritualidad y todos los campos de nuestra cognición.
Y si las redes sociales toman el control de nuestra atención y nuestros datos mientras nos distraen, ¿cuál es el truco de magia detrás de ChatGPT y las demás IA generativas? Seguramente la ilusión de hacernos todopoderosos mientras que, a medida que vamos delegándole nuestras funciones cognitivas más sofisticas (lingüísticas, lógicas, capacidad para construir razonamientos y argumentos complejos), nos despoja de ellas.
Mientras tanto, aquel simpático “evangelizador” tecnológico, después de nuestras respectivas intervenciones y mi esfuerzo por señalar los aspectos preocupantes de esta distracción y de nuestra futura dependencia, se me acercó tan amable como sorprendentemente y dijo: “Estoy de acuerdo con el 100% de lo que has dicho”.
*Diego Hidalgo es autor de ‘Anestesiados’ y experto del Instituto Hermes.