Ay, qué cosa da que los objetos se estropeen, y se estropean todo el rato, siempre están “los aires y las formas muriendo”, como escribía Rimbaud. Ya hablamos aquí el otro día de la entropía que todo lo descompone y lo desenergetiza, y nos señala en qué dirección corre el tiempo: hacia el fin inexorable del universo (en alguno de los casos probables). Pero me he fijado últimamente en cómo todo se va deteriorando de una manera mucho más prosaica, y en cómo todo necesita mantenimiento, y en cómo ese mantenimiento lo suelen ofrecer ese tipo de trabajadores esenciales, sin buen salario ni reconocimiento social, a los que nadie mira, pero sin los que el mundo se iría al carajo, lleno de herrumbre y error.
Me puse a pensar en esto tras la escucha de un pódcast de la serie La historia es ayer en el que se habla de los esfuerzos por mantener los aviones (el negocio generado por el mantenimiento es mayor que el generado por la fabricación), los centros de datos en los que se basa Internet, o la Mona Lisa. Se cita al sociólogo Fernando Domínguez Rubio, que habla de la “discrepancia entre los objetos y las cosas”. Los objetos serían las herramientas en las que se apoya nuestra vida mientras que las cosas son aquello que ha dejado de tener esa funcionalidad. La pelea de los individuos y las sociedades es por mantener a los objetos siendo objetos y evitar que se vuelvan cosas. No todo es producir o consumir: mantener es primordial (y ecológico).
A veces transitamos por el mundo y vemos gente subida a escaleras que abre cajas llenas de cables, gente que abre trampillas en el suelo, que pinta muros, que traslada cristales y coloca piezas nuevas donde había piezas viejas, que repara el ascensor o entra en casa para revisar la caldera. No solemos reparar en esa gente que, cuando lo hace bien, no se nota, pero que, cuando lo hace mal, nos puede amargar el día.
En mi colegio, por ejemplo, estaban Juan y José Antonio, dos señores dedicados al mantenimiento que parecían vivir en almacenes, subterráneos y azoteas, siempre subidos en sillas, acarreando herramientas o empujando carretillas. Eran adultos, pero no semidioses como los profesores, sino mucho más cercanos: entonces yo todavía no entendía muy bien la diferencia entre trabajadores de cuello blanco y trabajadores de cuello azul, pero era esa. Juan y José Antonio, a los que con frecuencia se les requería por megafonía para desfazer algún entuerto, eran los responsables de que nuestra realidad cotidiana no se derrumbase, pero entonces tampoco éramos demasiado conscientes.
Me recordó todo esto también al arte autodestructivo de Gustav Metzger: el artista alemán, superviviente del horror nazi, creaba obras de arte efímeras porque estaban pensadas para descuajaringarse con el tiempo. Dicen que Pete Townshed, guitarrista de The Who, rompía aparatosamente la guitarra en el escenario por inspiración de Metzger, que había sido su profesor en la escuela de arte.
Sus obras serían la pesadilla de los conservadores de los museos (otro tipo de mantenimiento más glamuroso), porque estaban pensadas para eso, para evidenciar la destrucción que el tiempo opera sobre todo y para criticar el mercado del arte y la oscuridad de la era tecnológica. “Cuando el proceso de desintegración se ha completado, la obra (o lo que quede de ella) debe ser retirada del sitio y arrojada a la basura”, escribió Metzger. Leyéndole, uno entiende lo absurdo de esa fijación de los seres humanos por luchar porque las cosas continúen como eran, a poder ser como eran en nuestra juventud, ya sea el cuerpo, la ciudad o el mundo.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.