Manuel Jabois ha ganado recientemente el premio Cavia por un artículo llamado Mi vida sin WhatsApp. En él reconoce no ser el único español sin WhatsApp. Efectivamente, no lo es. De hecho, yo ya conocía a otro famoso añejo de la comunicación móvil previa al smartphone: Juan Soto Ivars. El flequillo más facha del oeste rojipardo (nótese la ironía), también rinde pleitesía a la llamada y el SMS en detrimento del automatismo ansioso de los: “¿QuéPasa, bro?”. Me dan envidia, los cabrones. Y, aunque los aprecie, no precisamente sana, oye…
Jabois e Ivars tienen la libertad de pertenecer a tiempos pasados porque triunfan en los presentes. Su discreto arranque ludita vive gracias a la atención que despiertan, y da fe, una vez más, de que en este mundo uno sólo es libre cuando no siente vergüenza de sí mismo y despierta pasión en los demás. También si se ha dado exitosamente de baja de él. Hablando de estos cestos de admiración… ¿Acaso hay consecuencias fatigosas? ¿Miraditas en el metro, insultos gratuitos, presión mediática…? ¡Sin duda! Pero las gallinas que entran por las que van saliendo.
La tecnología es una religión muy veleidosa y déspota. Igual que en los negocios de lo divino, únicamente unos pocos poderosos pueden permitirse el lujo de echarse a un lado. Y aun son menos quienes pueden plantarse y enfrentarse a ella. Ellos son el poder en la sombra. Hombres sin rostros que no se dejan camelar por mortales como yo. El resto, asumimos con pleitesía las adoradas vírgenes que sacrificamos; como la capacidad de atención, la soledad o el tête-à-tête, poniendo cara de alelados-alienados-felizmente-alucinados. Es lo suyo si tenemos en cuenta que vamos a los bancos a hacer cola para pagar, cuando son ellos los que deberían hacer cola para cobrarnos. “Semos cordericos, Galo”, que me dijo un colega de La Magdalena, en Zaragoza, una vez.
Por si fuera poco, cordericos de Dios… Me explico. Casi todos los productos de consumo, como WhatsApp, son objetos repletos de una exquisitez teológica. Representan una trascendencia invisible. Metafísica. La aplicación te promete comunicación ágil, pero eso es lo de menos. En el magma lo que te está ofreciendo es la excitante capacidad de ver satisfecho tu deseo. En este caso, el de atención, compañía; ¡participación activa en la sociedad! Y esquivar esa pulsión orgiástica es algo muy puñetero.
Yo resuelvo mis dudas respecto a por qué tengo WhatsApp atrincherándome en el trabajo. En la necesidad. Calmo las contradicciones de mi espíritu con la pomada de la inevitabilidad. Así satisfago mi impulso hacia la comunicación automática al tiempo que sosiego las dudas. Pero está claro que existen otras opciones. La cosa es similar a consumir, consumir y consumir las miguitas de una empresa que dice está resolviendo, con los beneficios de tu diezmo, los problemas del planeta. Cómprate cinco camisetas en vez de una que así estarás ayudando un poco más a la causa de salvar a la humanidad. ¿Salen las cuentas? Seguramente, no. Pero tranquilo, felizmente apamplado con las bolsas de cáñamo reciclable hechas en una granja autogestionada de Ecuador, has puesto tu granito de arena. Sobre todo, para tu autoestima. En cambio, lo del amigo de tu primo que es dealer con el uso ancestral de la planta, como que te echa un pelín para atrás.
Porque Jabois o Ivars WhatsApp, lo que es WhatsApp, puede que no usen. Pero no han dicho nada de Telegram, que es la línea directa en las aplicaciones de mensajería con el lado salvaje de la vida (ya perdonaréis, chicos, la afrenta. No es acusativa, sólo ilustrativa). A lo que voy es a que la obsolescencia tecnológica es un ineludible fregado del que sólo pueden pasar quienes tienen acceso a la satisfacción de sus deseos por otras vías. Deseos que no flirtean sólo con el capricho. Deseos que, en la mayoría de los casos, se atrincheran en un esfuerzo demasiado titánico para Davides a los que han confiscado las ondas.
Ahora todo el mundo se tira de los pelos con la IA. No es para menos. La muy golosa está asomando la patita antes de estallar para, de un momento a otro, someternos a todos. El lobo, tanto tiempo evocado, tanto tiempo temido y admirado, empieza a desperezarse en su madriguera. Oliendo sus fauces asusta que acabe asestando sus bocados a todo quisqui. Salvo que algunos tendrán el sabroso don de una armadura para esquivar los caninos y otros se comerán el mordisco con patatas. A mí, sin ir más lejos, me espanta que me arranque la yugular. Soñar mi vida sin WhatsApp, humillando y deshaciéndome de mi deseo, me atrae. Aceptar mi vida con la IA, desarmado y contra mis deseos, me acojona…
Me cuesta saber si en este futuro las cosas dependerán de la suerte o del talento, que es la parte esencial de la vida. Asusta aceptar que todo está destinado a escapar, cada día un poco más, a nuestro control. Jabois ha logrado vivir sin WhatsApp. Quizás, porque ha tenido suerte. Tal vez, por su agudeza. Pero temo que esta tecnología tan inteligente a la que hemos dado rienda suelta sea capaz de acabar con ellas. Con las tres. Con la agudeza, la suerte y, por ende, con gran parte de la vida.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.