“¡Qué cosa impresionante es un libro! Es un objeto plano, hecho de un árbol, con partes flexibles en las que se imprimen muchos garabatos graciosos. Pero si le echamos una mirada nos encontramos dentro de la mente de otra persona. Quizás alguien muerto hace miles de años. A través de los milenios, un autor hablando clara y silenciosamente dentro de tu cabeza, directamente a ti”. Me acordé de esta cita del astrónomo Carl Sagan, que dice en su célebre serie Cosmos, al leer los diálogos de Platón, el punto de arranque del pensamiento occidental.
Platón vivió entre los siglos V y IV antes de Cristo, pero sus textos me resultan extrañamente cercanos, a pesar de un lenguaje algo ceremonioso y reiterativo para nuestra época. Esa gente que se reúne para charlar tomando algo, sobre todo con Sócrates, no es muy diferente a nosotros, un par de miles de años después. Ven el mundo de una manera casi neonata, preguntándose por todo lo que les rodea con la candorosa inocencia que da estar en el inicio del pensamiento sistematizado, pero también con una inquisitiva profundidad y de forma muy minuciosa.
Sus emociones, pasiones y temores son exactamente los mismos, como también se comprueba en las tragedias griegas: hemos cambiado el mundo entero, pero la nuez de los humanos permanece inmutable. Nuestra alma sigue siendo el auriga de la razón tratando de dominar los caballos de los apetitos y las pasiones. Alfred North Whitehead dijo, en manida cita, que toda la filosofía posterior era solo una nota a pie de página de los textos de Platón.
Lo sorprendente, aunque lo tengamos muy normalizado, es que sus ideas (nunca mejor dicho en Platón) y sus discusiones nos lleguen a un mundo tan lejano y diferente con tanta claridad. Es la magia de los libros, aunque sus soportes materiales hayan cambiado mucho desde la antigüedad clásica hasta la actualidad (véase el comienzo de todo esto en El infinito en un junco, el mega best seller de Irene Vallejo).
Cuando hablamos de tecnología solemos pensar en gagdets electrónicos, pero el libro de papel también es una tecnología, y por el momento, no ha sido declarada obsoleta por lo digital, sino todo lo contrario: ha dado notables muestras de resistencia. Si bien el grueso de los escuchantes de música ha preferido las plataformas de streaming al formato físico de los vinilos y los CD, aquella música que se palpaba con las manos; los lectores, aunque hayan adoptado en cierto porcentaje el libro electrónico, todavía prefieren utilizar el libro físico mayoritariamente.
Quizás tenga que ver precisamente con que la música es más etérea e inmaterial que la escritura: no hay que estar en permanente contacto con ningún material para escucharla, basta con poner la canción y dejarla sonar. ¡Por eso se puede bailar! En cambio, la lectura implica el contacto constante con el soporte (no se suelen bailar los textos), que hay que sujetar con las manos, ya sea este un libro físico o un e-reader digital. Y parece que ahí está el punto en el que los lectores más furibundos han preferido el tacto del papel al del plástico, o han decidido simultanearlos, como es mi caso: suelo leer en papel, pero no le hago ascos a abordar ciertos libros en digital, sobre todo si son difícilmente accesibles y solo los he podido conseguir por Internet, o si son muy voluminosos o si estoy de viaje.
Pero la tecnología última dentro de los libros es la escritura: un fascinante sistema que con un puñado de símbolos impresos puede evocar en la mente historias, bosques, ideas, teorías, civilizaciones, amores y todo tipo de imágenes. Me sigue asombrando que la visión de un alfabeto aprendido pueda tener esa capacidad inmediata para generar imágenes y discursos mentales, operando de manera casi mágica, como un sortilegio, entre el mundo exterior y el mundo interior de la mente.
Curiosamente en la época de Platón todavía se estaba experimentando el tránsito entre la cultura oral y la cultura escrita, y en uno de los más famosos diálogos platónicos, el Fedro, Sócrates insiste en que la oralidad es muy superior a la escritura: escribir las cosas a modo de “mero recordatorio”, evita que las mantengamos en la memoria y las interioricemos, pudiendo alejarnos de la sabiduría en vez de hacernos más sabios. Sin embargo, la conservación escrita de las ideas de Sócrates ha permitido una mayor sabiduría en la historia posterior, y ahora esas ideas todavía son reproducidas por doquier a base de tinta o de píxeles.
Por cierto, al final de Banquete, tras la borrachera generalizada de los sabios reunidos, Sócrates se queda de empalme y solo se acuesta cuando llega la noche siguiente. Al bello Alcibíades, que tiene a Sócrates como su crush, le hace la cobra. Hay otras cosas que tampoco cambian.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.