Algunas de las mayores revoluciones tecnológicas y científicas no implican el desarrollo de nuevos materiales, herramientas matemáticas ni experimentos originales. Son revoluciones conceptuales cuyas consecuencias, impredecibles en principio, acaban transformando toda la sociedad desde su base.
Una de las revoluciones conceptuales más importantes de nuestra historia tuvo lugar en algún momento del final de la década de los 80 del siglo XIV. Los comerciantes y mercaderes mediterráneos hasta entonces habían gestionado sus negocios, evaluado sus patrimonios y controlado a sus agentes comerciales mediante complejas memorias y listados. Pero, de repente, en menos de un lustro, prácticamente todos ellos transformaron sus registros para adoptar un nuevo sistema: la partida doble.
El cambio fue tan rápido y radical que ni siquiera podemos saber dónde o quién lo inició. Los manuales de historia de la contabilidad siguen atribuyéndoselo a Luca Pacioli. Era un franciscano de vida prodigiosa y méritos indudables: matemático, alquimista, mago… y por si fuera a poco, maestro de figuras como Leonardo da Vinci. Pero Summa, el libro en el que explica la partida doble para mejor educación de los hijos de los grandes mercaderes venecianos, que fue también el primer libro de matemáticas publicado en lengua romance, es posterior en un siglo a su adopción generalizada por los comerciantes de la época, desde Portugal a Chipre.
Recordamos a Pacioli porque fue el primero en describir una revolución que ya había triunfado, al punto que sus contemporáneos la vivían como si siempre hubiera estado ahí. Y no era una revolución menor.
En el aspecto puramente tecnológico, la partida doble mejoró y simplificó la gestión de los agentes acelerando el desarrollo comercial europeo, un impulso que acabó, entre otras cosas, llevando a Vasco de Gama a India y a Colón a América. En el aspecto organizativo, la idea de empresa que emergió de la contabilidad de partida doble y que se impuso durante los siglos siguientes, era radicalmente distinta de la empresa comercial patrimonial de la Edad Media y preparaba el camino que acabaría trayendo las primeras grandes empresas productivas modernas.
En el fondo, una idea muy sencilla: la empresa no posee nada por sí misma, todo aquello de cuanto dispone es de sus dueños o de sus acreedores. De ese modo, lo que aparentemente era tan sólo un sistema de registro más difícil de manipular que la contabilidad tradicional, destapó a las personas, sus derechos y obligaciones como los verdaderos protagonistas de la actividad económica.
Casi siete siglos después, Europa comienza el año con el lanzamiento oficial de La Declaración Europea sobre los Derechos y Principios Digitales para la Década Digital, una publicación histórica que funda y encauza la digitalización sobre el reconocimiento y ampliación de los derechos de ciudadanía. Como europeos y como españoles, en la medida en que nuestro propio país ha sido pionero en el proceso que ha llevado a esta declaración, no podemos sino sentirnos orgullosos.
Una nueva revolución conceptual está en marcha. Se trata de algo más que una mera declaración o un mero desarrollo de los Derechos Humanos. Basar los grandes procesos de transformación social impulsados por la tecnología en la ampliación del ámbito de la ciudadanía es una novedad cuyo impacto apenas alcanzamos a intuir y que sin duda será considerada, andando el siglo, como un avance crucial en la idea misma de democracia.
Y, sin embargo, dudosamente podemos considerarlo más que como el primer tiempo de un movimiento transformador, de una revolución conceptual de aún mayor calado. Es inevitable preguntarse qué pensaría Pacioli, cuyas ideas de proporción y equilibrio fueron tan importantes no sólo al arte renacentista, sino a la concepción moderna del mundo. Es muy posible que recurriera a la idea central de la partida doble: no hay un nuevo derecho sin una nueva obligación.
En nuestro caso, nos impondría una tarea nueva: descubrir qué deberes ciudadanos e institucionales, equilibran cada nuevo derecho digital que se identifica y recoge legalmente. No, no se trata simplemente de anotar los deberes de los demás frente a mí, sino de listar a cuáles debo comprometerme como ciudadano de la polis digital que necesita de la convivencia armónica en común.
Así, y siguiendo la carta europea, si la persona es el centro de la transformación digital y por tanto el sujeto de derechos, debería corresponder con un deber personal de aprendizaje y esfuerzo para entender las repercusiones y consecuencias sociales de las tecnologías que refuerzan su poder de comunicación, incrementan sus capacidades laborales o aumentan sus opciones de ocio.
- Si tengo el derecho a no ser excluido de las oportunidades que brinda su utilización, también tengo el deber de no excluir a otros mediante su uso.
- Si tengo derecho a una conectividad rápida y asequible en todo el territorio, tengo el deber de, en la medida de mis posibilidades, ayudar con mis acciones como profesional y como ciudadano al desarrollo del territorio incluyendo el coste fiscal que comporta.
- Si tengo derecho a adquirir capacidades digitales básicas y avanzadas, tengo también el deber de incorporarlas a mi acción como trabajador y ciudadano para mejorar el progreso de mi empresa y el bienestar común.
- Si tengo derecho a unas condiciones de trabajo digital seguras, justas y equitativas, tengo el deber también, desde la posición que ocupe, de impulsar una digitalización humana de los procesos de trabajo.
- Si tengo derecho a que la Unión Europea me preste sus servicios digitalmente, tengo el deber también de contribuir, por los mismos medios, a su mejora a través de los mecanismos en que me insta a participar.
- Si tengo derecho a beneficiarme de la inteligencia artificial y estar protegido de sus riegos, tengo también el deber de conocerlos y analizar los nuevos sistemas de toma de decisiones automatizadas, por vistosos que sean y cómodo que resulte incorporarlos acríticamente.
- Si tengo derecho a elegir con información fiable y completa servicios digitales, también tengo el deber de no contribuir a difundir en ellos información falsa y rumores.
- Si, como empresario, tengo derecho a competir e innovar en igualdad de condiciones en mercados y espacios digitales, tengo el deber también de no utilizar la tecnología para reducir la capacidad de elección de los consumidores.
- Si tengo derecho a un espacio digital fiable, diverso y multilingüe, tengo el deber de comportarme y denunciar de forma activa la violencia digital, el acoso y la discriminación en espacios participativos virtuales.
- Si tengo derecho a la privacidad, la protección de datos y la confidencialidad, tengo el deber de contribuir a la seguridad de todos, empezando por tomar en serio la de mi propia infraestructura doméstica y laboral.
- Si mis hijos, como todos los niños europeos, tienen derecho a ser formados para tomar decisiones seguras y con conocimiento de causa, además de a ser especialmente protegidos, yo tengo el deber de darles herramientas y valores, de compartir con ellos experiencias y de aprender de las suyas para que puedan desarrollarse integralmente en el mundo que viene, que será necesariamente digital.
- Y si, finalmente, tengo derecho a una digitalización sostenible, que no reduzca los recursos ni destruya el medioambiente y la biodiversidad de la que disfrutarán las generaciones futuras, también tengo el deber de hacer un uso ecológicamente responsable de la tecnología, por ejemplo, cuando evalúo una solución basada en blockchain o me tienta una criptodivisa.
Tengo la convicción de que este segundo movimiento de la revolución conceptual en marcha con la digitalización será a nuestra democracia lo que la partida doble fue al comercio y que lejos de ser una carga, los deberes digitales abrirán nuestros horizontes de convivencia.
Es más, en el correoso y violento mundo que está perfilándose, Europa se constituirá como una referencia moral universal precisamente en ese ejercicio. Identificar y promocionar derechos defiende nuestros valores en este nuevo tiempo; afirmar deberes nos fortalece.
*Enrique Goñi es presidente del Instituto Hermes.