Cuando leí que el núcleo de la Tierra se ha detenido volví a sentir ese nudo en el estómago, esa sensación de vértigo cósmico. Un nuevo apocalipsis que añadir a nuestra cotidianidad, pensé, un nuevo miedo existencial que unir a la amenaza nuclear, el cambio climático o la sombra de la hipotética y todopoderosa inteligencia artificial fuerte. Luego resulta que no era que el núcleo se hubiera detenido, sino que se ha ralentizado y, en cualquier caso, fue en 2009, cuando estábamos más preocupados por la debacle financiera que por la geodinámica terrestre. Las consecuencias no son tan tremendas como a priori le pudiera parecer al aficionado medio a las películas de catástrofes.
El catastrofismo con el que el tema fue tratado por muchos medios fue denunciado por Alberto Molina Cardín, Marina Puente Borque y Pablo Rivera Pérez, científicos del Instituto de Geociencias (IGEO-CSIC-UCM) en una tribuna para la muy recomendable agencia de información científica SINC. “Lo primero que hay que dejar claro es que el núcleo no se ha parado”, escribieron. El núcleo interno de la Tierra es una bola sólida de hierro y níquel, de 1.220 kilómetros (km) de radio, que rota en el centro del planeta rodeada del núcleo externo, de composición similar y 2.260 km de espesor, pero en estado fundido. Digamos que el primero flota en el seno del segundo.
“Hasta ahora se pensaba que el núcleo interno rotaba un poco más rápido que el manto y la corteza (a esto se le denomina ‘superrotación’), de forma que iba adelantándose en torno a una décima de grado cada año”, dijeron los científicos. Lo que ahora ha pasado es que la rotación del núcleo se ha ralentizado y se ha acompasado con las capas más exteriores: visto desde la superficie se podría pensar que se ha “parado”, porque gira a la misma velocidad, de igual manera que un coche que nos adelanta a la misma velocidad por el carril de la izquierda puede parecer por momentos “parado”, aunque ambos vayamos a 120 km/h.
Sin embargo, todo este asunto me hizo reflexionar sobre algo en lo que hacía mucho tiempo que no pensaba y que no se suele mencionar: viajamos por el espacio en una precaria nave espacial cubierta de gases y océanos, vivimos sobre un pedazo de roca que rota a 1.675 km/h y que se traslada alrededor del Sol a 107.280 km/h (eso sin contar el movimiento del Sistema Solar alrededor de la galaxia, en cuyo centro reposa el agujero negro supermasivo Sagitario A*, o el movimiento de la Vía Láctea respecto a las otras galaxias, etcétera).
Si alguna vez la Tierra dejase de rotar de pronto, cosa harto improbable, saldríamos despedidos en línea recta, por la inercia, a una velocidad de 1.675 km/h. Si dejase de viajar alrededor del Sol saldríamos despedidos a una velocidad de 107.280 km/h, aunque, según donde estuviéramos apostados respecto a la dirección del movimiento, ese lanzamiento sería hacia el horizonte, hacia el cénit o nos aplastaríamos contra el suelo dejando una maraña sanguinolenta de pedazos de músculos, órganos y huesos. O, mejor pensado, ni siquiera eso.
He fantaseado también con cómo sería la experiencia de que un cuerpo astronómico lo suficientemente masivo y veloz para desviar a la Tierra de su órbita chocase con el planeta, pero no logro imaginarlo. Solemos utilizar el “suelo”, la “Tierra”, el “planeta”, como metáforas de la solidez, de lo inmutable, de lo más seguro a lo que nos podemos aferrar. Hasta ahora ha sido así, pero no dejamos de ir montados en una canica impulsada únicamente por su propia inercia y amarrada a la gravedad de una estrella, flotando, por lo demás, en mitad de un vacío infinito a efectos prácticos.
Volví a acordarme, como tantas veces últimamente, de la foto que tomó de nuestro planeta la sonda Voyager 1 al abandonar el Sistema Solar, en 1990, el selfi más lejano que tenemos, y en la que la Tierra aparece como un diminuto punto flotando en un rayo de sol, igual que flotan las motas de polvo cuando abres la persiana un domingo soleado. Un planeta que, visto así, Carl Sagan llamó “un punto azul pálido” en la inmensidad del cosmos. Ahí vamos montados, y da mucho vértigo.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.