Hace unos años, cuando empezó la moda del café de especialidad en Barcelona y Madrid, todo el mundo se volvió experto en preparar el café. De repente, se convirtió en algo vital. Hordas de gourmets conversos, con YouTube y los stories como sagradas escrituras, apostatando de la moka italiana para convertirse a la nueva fe de las aspas de cerámica y las cafeteras francesas, porque esa es la única manera de saborear el café de verdad. Cualquier otra cosa era una puta mierda de perdedor, de novato sin criterio. Daba igual si llevabas años preparándote un señor café con la moka, no tenías ni idea de dónde te habías metido.
Algo más o menos así les pasa a los veganos, quienes sufren ataques en formato de preguntas pasivo-agresivas: ¿Eres vegano? ¿Por qué? ¿Qué te ha hecho la carne? ¿Si yo de repente dejo de comer carne tú volverías a comerla? Señores, ¡qué pesados! Que cada uno se haga el café como quiera y con la cafetera que le guste, y que los veganos sigan con su elección de comer cosas verdes sin que nadie les dé la turra sobre lo importante que es la carnaza.
En la histeria del café perfecto, seguro que empezaste viendo el video de El Comidista sobre cómo preparar el mejor café con la moka, dejando la tapa levantada, usando agua caliente, pero no hirviendo. Así acabaste comprando café de especialidad en las cafeterías más caras de la ciudad. Una mezcla con tueste natural de un café etíope es lo mejor que hay y pagar 15 pavos un cuarto de kilo te parece hasta barato. Hay drogas bastante más económicas. Y tú para fardar en Instagram gastas al mes más de un salario mínimo en comprar cafés increíbles, que serías incapaz de distinguir de ese líquido denso y negruzco que llamaban café en los bares de Malasaña hasta que unos señores barbudos, con camisa de cuadros en invierno y de flores en verano, secuestraron el barrio.
También puede que seas uno de esos que, durante la pandemia, se metió en el lío de la masa madre, las fermentaciones, las harinas y el pan. Le diste la turra a tu entorno porque, de repente, sabías absolutamente todo sobre hidratación, harinas de espelta, levados de 24 horas, amasados y una infinidad de cosas que al resto de la humanidad le importa un bledo.
No nos engañemos, sofisticar tiene su porqué. Darse aires de entendido, ser experto en algo y manejar una infinidad de información te sube el ego y te permite lucirte frente a tu colectivo cercano. Lo que pasa es que eres un pesado. Sí, un pesado a niveles estratosféricos. Alguien lo tenía que decir, y por fin se ha dicho.
No pasa nada. Lo importante es que lo sepas. Así que, si sigues dando el coñazo con tu temita favorito, ya sabes lo insoportable que puedes llegar a ser. José Mota te diría: “No pasa na’. Que sepas qué ser eres”. Le pasa a los mejores. Todos pasamos por el aro. Cualquier tema que manejemos es probable que lo utilicemos para hacernos pasar por entendidos.
La sofisticación es un proceso interesante, enriquecedor, lleno de pasos que empujan a descubrir la receta perfecta para hacer algo. Lo han intentado los alquimistas con la fórmula del oro y los youtubers con tutoriales sobre aprendizaje técnico. Peeeeero, si se usa la sofisticación para dar la tabarra, resultar insoportable y marcar un estatus de sabihondo, al final se pierde esa ligereza de hacer algo bien por el simple regustinín que da al cerebro y lo feliz que hace. En un mundo cada vez más complejo, en el que nos balanceamos entre lo sofisticado y la ligereza del ser (como bien decía Milan Kundera), encontrar el equilibrio es la clave.
Es curioso, se podría decir que el todologuismo es algo que atrae más a la parte masculina de la población. Los tíos nos hemos convertido en expertos cansinos de todo. Antes, la cocina era cosa de mujeres que tenían que dar de comer a una familia entera, ahora es uno de los lugares más emblemáticos para los hombres y se usa para demostrar lo increíbles que somos cocinando platos casi como si salváramos vidas con ello y fuéramos los nuevos Ferrán Adrià de la escena mundial.
¡Cansinos! Eso es lo que somos. Nininininini. “Es que a mí la vichisuá de coliflor con trufa blanca encontrada por un jabalí salvaje, criado solo con bellotas y brotes de rosa mosqueta, me sale que flipas”. ¡Cansinos!
A pesar de que hacer las cosas complejas es muy interesante y da tremendo placer al cerebro, no da derecho a dar la turra. Disfruta, comparte, pero no des la turra si nadie te pregunta. “Es que he descubierto una manera de caramelizar los tomates que se te va la olla. Lo he leído en el último libro de Ottolenghi”. Pues móntate un club selecto en TikTok para compartirlo.
Pasa a menudo, cada vez más, porque nos pueden las ganas de demostrar que lo sabemos todo. Cuanto más sabemos, más placer probamos al aprender, pero también al intentar difundir ese conocimiento. Es por eso por lo que YouTube y los stories de Instagram se han convertido en el centro neurálgico de la sabiduría popular. Puedes saltar de fundamentos de psicología a recetas de cocina, pasando por teoría del tarot hasta cartas astrales. Es un pozo sin fondo que te transforma irremediablemente.
Al otro extremo contrapuesto de esta macrocategorización del ser humano (hecha por alguien que no tiene ni idea de antropología y demás disciplinas que analizan a las personas) está aquella gente que aboga por la sencillez como solución a una vida estresante y llena de estímulos. Son las personas que han descubierto lo fácil que es todo a través de la sencillez. No hay dilemas sobre cómo decorar la casa. La ropa negra lo cura todo y así por la mañana no hay que tirarse 15 minutos con la mirada perdida en el armario para decidir qué ponerse. Lo sencillo es fácil, es la respuesta ideal para no ser engullido por una sociedad donde todo es complejo e hipersofisticado. No lo digo yo, sino Steve Jobs y sus jerséis negros de cuello vuelto.
¿Viven una vida más pacífica? ¿Se la bufa todo? Es probable. Lo que está claro es que la sencillez es el antídoto a la complejidad. En una realidad hiperconectada, hiperestimulante, hiperactiva, donde el FOMO es el rey que subyuga vidas, mantener una existencia más sencilla puede ser la mejor manera de enfrentarse a la ansiedad, el estrés, las prisas y la dificultad en manejar el exceso de inputs.
Si eres miembro de esta tribu, todo lo de arriba hecho de panes, cafés, plantas, ropa y el largo etcétera de tutoriales de YouTube te da urticaria. Te da lo mismo tomarte un café con leche quemada en el bar de la esquina que pisar la mejor cafetería de toda la ciudad. No sabes distinguir entre un pan del Día y uno del Panic, y si tienes hambre te metes en el primer Burger King que veas.
Frente a los personajes que sufren de cacharritis y están siempre a la última de todos los cachivaches tecnológicos del momento, tu sigues utilizando unos cascos con cable roñosos y deshechos porque, al final, la cosa te resbala mucho. Cuando te hablan de lo último de lo último, como cripto, inteligencia artificial y blockchain, tus oídos escuchan un ruido blanco que te tranquiliza. Sabes que no estás en la onda de las estafas piramidales y eres consciente de que tu vida va en otro sentido. Tranquilo, relajado, como si nada te afectara.
Probablemente has decidido retirarte al campo, lejos de las frivolidades mundanas. Si sigues en la ciudad es porque has encontrado tu centro de gravedad permanente, meditando, haciendo un montón de mindfulness y dándole al yoga como si no hubiese un mañana. Tu vida sencilla te permite apreciar el calor del Sol y el sonido de un día lluvioso porque has decidido plácidamente no caer en la trampa existencial de nuestro sistema capitalista.
El que estamos viviendo es, desde luego, un momento histórico peculiar. Podemos abrazar la sofisticación como mantra de nuestras vidas, podemos dedicarnos a profesar la sencillez o pasar de un estado a otro sin parar, aprovechando las bondades de ambas visiones de la vida. Es nuestro yin yang, en el que estamos en constante búsqueda de la felicidad. Unos a tope de estímulos y otros disfrutando de la paz de no tener que estar a la última.
En la era del conocimiento por Internet, vivimos una brecha social y tecnológica que nos empuja a ser una cosa u la otra, como si una fuerza invisible diseñara un recorrido con solo dos posibles soluciones. Como ocurre en el videojuego Assassin’s Creed, o eres asesino o eres templario. O abogas por la sofisticación o por la sencillez. No hay matices, no puedes ser las dos cosas. O blanco o negro, amigo en busca de ese equilibro improbable. O te gustan los tutoriales de YouTube o no.
Es como vivir en Matrix y que Morfeo te pida escoger entre la píldora roja o la azul. Es probable que eligieras hace tiempo o que un algoritmo sofisticado lo hiciera por ti sin que seas consciente. Sea como sea, ¿podrás buscarlo en un vídeo tutorial o pasarás de ello porque, total, a quién le importa?
*Nota al margen: si has llegado hasta aquí, te confieso que el pesado del que hablo en el artículo soy yo. Sí, amigo, soy parte de esa secta de la que tú también eres miembro si compras café de especialidad, haces pan con masa madre o escuchas música pinchando vinilos en el salón de tu casa. Admítelo, respira hondo y acepta tu naturaleza. Todo irá bien, te lo prometo. Y si eres del otro bando, ¿qué haces husmeando en las profundidades infernales de la sofisticación?