Hay gente enternecedora en las redes sociales. Siendo ciudadanos de a pie, perfectos integrantes de la masa, vidas anónimas perdidas en la Red, celebran o condenan los acontecimientos de la actualidad como si fueran presidentes gubernamentales o líderes de opinión. “Mis condolencias por la terrible pérdida de Pablo Milanés”, escribe Pepito Pérez. “Condeno contundentemente las ofensivas de Vladimir Putin en Ucrania”, publica Perico de los Palotes. “Todo mi apoyo para las víctimas de los trastornos alimentarios”, expresa John Smith. Aunque en las democracias el poder político esté, teóricamente, repartido entre todos los ciudadanos, aunque en teoría todos seamos iguales (lo mismo vale, teóricamente, el voto de un príncipe y el de un mendigo), la relevancia en el discurso pertenece solo a unos pocos.
Así, para condenar un atentado o felicitar un resultado electoral, uno debe tener el peso que le otorga ser portavoz de una asociación, representante político o, qué sé yo, un artista con amplia trayectoria y gran número de seguidores. Pero es que las redes crean la ilusión de que todos somos importantes y de que nuestras opiniones y manifiestos también lo son, porque, al contrario que antes, todos tenemos el mismo cauce para expresarlas (la cuenta de Twitter de un príncipe es igual a la de un mendigo). Armados con un teclado es fácil pensar que uno es el rey del mambo.
También me resultan candorosos esos boicots íntimos al Mundial de Fútbol de Catar, esas gentes que realizan su buena acción del día y limpian su conciencia mirando hacia otro lado, literalmente, cuando en la pantalla de la tele empieza a rodar el esférico catarí. Un boicot personal e intransferible. Una rebelión privada que no conduce absolutamente a nada.
Parece que en estos tiempos el peso de lo que debería ser la acción política se pone en los individuos de a pie, precisamente porque nos sentimos muy empoderados condenando y celebrando cosas, como si nuestros juicios tuvieran alguna importancia. En vez de lograr un boicot real al Mundial catarí, donde se vulneran sistemáticamente los derechos humanos y más de 6.500 trabajadores han fallecido en los preparativos (según una investigación de The Guardian), ese que se conseguiría con la no participación de las selecciones nacionales, etcétera, se nos deja la venganza secreta de no ver el fútbol, cosa que no le importa a nadie y que, por lo demás, poca gente hace. Como cantaban La Polla Records: “Gol en el campo, paz en la Tierra”. Personalmente, vengo boicoteando al fútbol desde mi nacimiento, porque no soy de seguir competiciones deportivas, pero el mundo sigue girando indiferente a mi activismo.
Ocurre algo similar con el llamado consumo responsable, que es una práctica moralmente irreprochable, pero con un reverso no tan luminoso: en vez de llevar a cabo políticas para que ciertas empresas no practiquen la explotación laboral o el destrozo del medioambiente, se nos deja a los consumidores el peso de decidir con nuestro consumo o nuestro no-consumo, lo que nos rebaja de ciudadanos a meros consumidores. Señalan algo similar Srnicek y Williams, pioneros del aceleracionismo, cuando hablan de la “política folk” del activismo sin chicha, o Heath y Potter en el clásico Rebelarse vende (Taurus), donde también abogan por la acción política real más allá del gesto contracultural de levantar una bicicleta en el aire durante una manifestación ecologista. El activismo de postureo en Internet incluso ha recibido su propio nombre, y con connotaciones negativas: el clickactivismo.
Lo cierto es que existen empresas con serios problemas de reputación por sus malas prácticas, como Glovo, Primark, Uber y la mismísima Amazon, a las que su controvertida imagen no parece afectar en sus cuentas. Es porque casi todo el mundo, incluyendo las personas más concienciadas, acabamos utilizando sus servicios: una vida llevadera tiene que ver con el equilibrio entre el propio bienestar y la preocupación por el mundo. No queremos ser eremitas ni mártires, y hoy es difícil vivir inocuamente: prácticamente cualquier consumo genera algún destrozo en el mundo. Pero es muy complicado que la ciudadanía actúe en masa, ya sea para dejar de comprar ropa fabricada por mano de obra semiesclava en el sudeste asiático, para dejar de pedir carbohidratos a domicilio transportados por un repartidor precario o para ignorar uno de los máximos espectáculos futbolísticos del mundo. Total, si nadie más lo hace…
Las llamadas al boicot al Mundial de Catar han servido para poner sobre la mesa las injusticias que se cometen en ese país, pero conocerlas solo ha servido para poner una nota al pie de las noticias deportivas. Y, seguramente, para que algunos se hayan recluido para ver los partidos a escondidas.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.