Los sitios de ‘compra’ de contenidos digitales están dando sus últimos coletazos, pero no sin antes recordarnos que nunca nos dijeron toda la verdad. Es el caso del anuncio de Sony a sus usuarios de Alemania que adquirieron películas a través de la consola, en el que les advierte de que, de la noche a la mañana, se van a quedar sin poder ver obras que, supuestamente, son suyas.
Entre los títulos que ya no podrán seguir viendo los alemanes en PlayStation se encuentran Paddington y La Oveja Shaun, ambas con potencial de enganche para niños y capaz de crear un fuerte síndrome de abstinencia. El malestar en las familias está justificado. Nunca fue cierto que los clientes las hubieran comprado, solo pagaron por un acceso a las obras menos acotado que el alquiler, pero que, en ningún caso, sobrepasaría el punto en el que Sony siguiera encontrando rentable mantenerlo.
Las tiendas donde comprábamos canciones y películas en digital están desapareciendo. Incluso las de e-books y audiolibros están empezando sufrir la competencia de los servicios de suscripción. Quizás tenga más sentido así o, al menos, es más honesto: con contadas excepciones como la de Lektu en España, llamar “compra” al acceso mediante DRM (gestión de derechos digitales) a un contenido que en cada momento es controlado por el intermediario roza el engaño. De hecho Apple y Amazon han sido demandadas en Estados Unidos por utilizar el término “compra”, dado que implicaría que el acceso al contenido nunca podría ser revocado.
Esta vieja mentira conocida nos ocupará cada vez menos, ahora que hemos abrazado el streaming y las suscripciones como forma adecuada para usuarios y los actores del mercado para acceder a cada vez más contenido mientras el negocio crezca y se mantenga. Con Netflix, Spotify, Crunchyroll o Audible las reglas están más claras. El acceso las obras agregadas se mantiene mientras dure el acuerdo con los propietarios de los derechos. Como alquiladores que somos, en caso de desaparición de la serie o el libro que nos interesa, nos queda la pataleta o la buena idea de ir cancelando y reactivando suscripciones en función de nuestro apetito mensual.
Pero hay ocasiones en las que la permanencia de una obra o de un capítulo no sólo depende de la expiración de un plazo contractual. A veces se da la situación de que es la plataforma la que podría seguir ofreciendo una creación, pero decide no hacerlo aun teniendo los derechos y sin permitir que otra lo adquiera. Es más, puede incluso mantener un título, pero alterar su contenido: una escena, un diálogo, un fragmento del frame de una escena.
En esas ocasiones la película a la que estamos accediendo en streaming no es la obra original tal y como se planteó y emitió en el momento de su estreno. No me refiero a obras derivadas tipo “el montaje del director” y “la versión extendida”, sino a decisiones que podríamos considerar (a riesgo de estirar a un concepto que siempre ha aplicado a estados) censura.
Tras la explosión del Black Lives Matter, las plataformas corrieron a revisar cualquier atisbo de racismo o situación que pudiera entenderse como tal en sus catálogos. Hay varias listas de las series, episodios y escenas que se han eliminado debido a la aparición de un blackface, un actor de otra raza caracterizado como negro. Una escena de The Office por un lado, episodios enteros de Scrubs o Community o la serie completa de Little Britain, una joya del humor inglés a partir de la cual uno llega a explicarse mejor el brexit, cómo gestionar la herencia de Benny Hill o la simpatía que me inspira Boris Johnson.
Hay otras casuísticas por las que las plataformas modifican la obra que nos ofrecen. Tenemos el caso de la corrosiva South Park y el filtrado de episodios que hizo HBO para no herir los sentimientos religiosos, las versiones “especiales” con las que las distribuidoras se adaptan a la censura de cada país (como la ocultación de la trama de las lesbianas en Friends en China como ejemplo y la eliminación de cigarrillos en algunas escenas en otros países) o presuntas razones técnicas como la del atentado de Netflix contra el formato de Seinfeld cuando la reestrenó.
Quien se lleva la medalla de oro en lo que a mutilar, modificar y eliminar es Disney. Los detalles en los que opera a la hora de alterar películas como Toy Story 2 o estupendas series como Gravity Falls hacen pensar en un departamento de revisores y cortadores perfectamente engrasado a la hora de asegurarse el posicionamiento familiar de la plataforma y minimizar el número de personas que se puedan sentir molestas.
Algo hay de particular en la era del streaming y las plataformas que agudiza el fenómeno, una opinión pública más distribuida y con más capacidad de intentar ejercer la “cancelación” de “abajo hacia arriba”. Es un asunto del que nos hemos ocupado en estas páginas, pero los efectos de segunda derivada de este cambio introducido por internet aún apenas empezamos a entenderlos.
¿Estamos condenados a una revisión continua de las historias que nos contamos? Un creador solitario puede tomar más riesgos, pero si quiere alcance y más posibilidades negocio tendrá que someterse sometido a las circunstancias políticas e ideológicas que un puñado cada vez más pequeño de multinacionales (casi siempre estadounidenses, algo que amplía la sombra del colonialismo cultural) decida. El CEO de Paramount prometió no adulterar contenido aunque pudiera resultar ofensivo. Quizás la clave está en premiar y promover este comportamiento, empezando por quien mantiene contenido que nos molesta a nosotros. Las plataformas españolas no son ajenas al fenómeno, con algún caso en Movistar y ninguno, que servidor haya encontrado, en Filmin o FlixOlé.
Son los fans, tan denostados ahora por cómo se agitan ante la evolución de las sagas que aman, quienes están fiscalizando estas decisiones editoriales. En el wiki de fandom.com tenemos una lista exhaustiva, de la que por cierto no escapan los videojuegos: el caso más llamativo es que el gamberro y salvaje GTA V también ha ido recortando escenas y expresiones que Rockstar dejó de considerar tolerables.
Además del cambio operado en la opinión pública, cabe diagnosticar una sensación acusada de incapacidad generacional para convivir con elementos que nos disgustan del pasado. Estatuas que hay que derribar, viejos escritores y pintores que hay que cancelar y afrentas de hace siglos que hay que reparar. Esta dificultad (comprensible en gente joven, preocupante en quien ya ha vivido unas décadas y tiene que convivir con sus propias miserias pasadas) deriva en el intento de traer al presente obras que, de permanecer inalteradas, alumbrarían el entendimiento de las vidas, las ideas y sociedades que pasaron. Aunque ahora no nos gusten.
Sobre la firma
Ingeniero Informático, pero de letras. Fundador de Xataka, analista tecnológico y escritor de la lista de correo 'Causas y Azares'