A ratos, la muerte se impone a la vida. Cosifica la existencia en torno a la ausencia. Como ver una exposición de lienzos en blanco. Se vuelca en esos instantes un intenso sentimiento de incapacidad en los asistentes del desastre, de pronto rendidos a los interrogantes existenciales. ¿Qué es morir? Y, sobre todo cuando el dolor asola el alma con una sanguinolencia psicópata, ¿cómo esquivar la muerte?
El progreso científico ha sembrado los campos de la longevidad humana con un porcentaje de conquista cada década mayor. Desde generalidades tan obvias como las canalizaciones, la mejora de la alimentación, hasta llegar a los hitos de la pasteurización o la penicilina, el ingenio se ha esforzado por mejorar las condiciones de vida y, en consecuencia, rebatir el incuestionable argumento de la Parca. O, al menos, retrasarlo al máximo posible. ¡Caminan, junto al valle de lágrimas, el ingenio y la destreza para iluminar el sendero sin regreso! ¡Bendita la mágica mano del saber que le pide un bis a la vida con éxito! Eso sí, no se libra nadie de las excentricidades humanas. Porque si algo somos los Homo Sapiens es un poco compulsivos. Tanto, que llevamos las cosas hasta sus extremos. En este caso, con experimentos paridos desde la obsesión y cierta histeria por negar lo básico de nuestra limitada existencia animal. No hay más que ver los divertimentos, como de parque infantil homologado, del doctor Josef Mengele. Toda una hermanita de la caridad, comprometida con el empirismo y la eficaz demostración de sus teorías. El peaje, eso sí, más caro que el de una autopista en Girona. Los correazos al progreso médico, y antropológico, del niño mimado de la medicina nazi fueron posibles gracias a un incontable número de torturas y asesinatos de toda índole. Es uno de esos recurrentes ejemplos de la inquietante eficacia del raciocinio absolutista. De aquel que, lapidado el sentimiento, emana concluyendo que el fin siempre se antepone a las deudas de los medios. Pero, así es el progreso. Como futura huella del ser humano también es compulsivo y, por descontado, cuenta con una alta carga de histeria por borrar los límites. Sean cuales sean.
El debate sobre la mortalidad está en boca desde que hubo palabra. Todavía hoy está lejos, muy lejos, de resolverse, fuera de la metafísica. Pero hay otros progresos, que van más allá de lo que nos define, que sí empiezan a ser ciencia ficción aplicada. Avances que avivan el debate sobre lo esencial de nuestra especie que, al igual que los adelantos de Mengele, pasan antes por interrogantes sobre el si se debe, que sobre el si se puede.
José Antonio Ruiz publicó hace poco su ensayo El último sapiens (La esfera de los libros) en el que aborda dos conceptos, la manipulación genética y la gastrulación. Es decir, si le metemos mano a los soldaditos del escroto y a las esferas uterinas, y si investigamos fetos después de 14 días de gestación, que es hasta donde se permite actualmente. Centrándonos en la manipulación genética, el debate no reside tanto en la erradicación de las decenas de miles de enfermedades monogénicas. A este respecto, la comunidad científica interpreta que el bienestar vital del individuo está por encima de lo que a cualquier Testigo de Jehová le provoque pesadillas, sino en la intervención en la línea germinal, donde no se tocarían genes, sino secuencias de ADN. Porque, claro, cambiar el ADN, es cambiar la especie. De ahí pueden salir tanto humanos superdotados, como infradotados. Un paso en la caprichosa línea de la evolución que parece indicar el posible paso de Homo Sapiens a Post Sapiens. Un cambio que, de hecho, según el ensayo de Ruiz, ya se ha producido en algún sujeto del planeta… «Paseamos junto a los dioses», que dijo Cavafis.
No es raro escuchar que la herramienta no es el problema, sino quien la empuña y para qué. Un cuchillo da licencia para atentar contra la vida de una zanahoria, descuartizándola en trozos simétricos para horror de un fanático frutariano, pero no para clavarlo en el pecho de tu pareja si esta te ha sido infiel. Cierto que nadie cuestiona la necesidad del cuchillo, que resuelve la cotidianidad de todo humano viviente, pero eso también es resultado de sus características esenciales y de su disponibilidad al alcance de cualquiera. Si el cuchillo fuese un objeto escaso, limitado únicamente a una serie de poderosos que pudieran disponer de él, el debate sería distinto, pues la experiencia histórica ha demostrado que cuando una oligarquía ostenta la posibilidad de elevarse, suele exprimirla hasta hacer espectacular gala de su poder.
La manipulación genética pasa por esa misma encrucijada. Si, disponible para todos, lograse la unificada mejora de la especie, esté empadronada en Sillicon Valley o en una favela de Brasil, podríamos hablar de un progreso universal cimentado en la igualdad social. Desafortunadamente, es difícil presumir que los avances en calidad de vida del planeta se hayan repartido de manera equitativa. Más bien podemos presuponer que, de comenzar a nacer una élite Post Sapiens, esta estaría seguramente enmarcada en determinadas zonas y poderes adquisitivos, bañándola de un narcisismo ególatra que, casi inevitablemente, caería en el despotismo. Porque, al igual que el cuchillo, la manipulación genética puede ser un arma, y su legitimidad debería cimentarse, antes que nada, en su igualitarismo.
Demos por sentado que ese acceso popular es una utopía barata y que, efectivamente, quien tuviese acceso a ese prodigio técnico fuesen sólo determinadas minorías caviar. El vulgo «retrasado» habría por tanto de competir con las futuras exigencias vitales gracias a las secuelas de los avances que se vayan democratizando a su debido tiempo. Las oportunidades de ese Gran Salto Adelante, de ese ¡sueño genético maoísta!, antepondrían los sacrificios necesarios para la eficaz evolución de la especie. Si una diferencia en el estatus económico ya suele sacar a relucir el llamado efecto «Dunning Kruger», un sesgo cognitivo que hace que quien lo padece se sienta más competente, inteligente y capaz que los demás (aunque no lo sea), por no hablar de las diferencias que llevamos heredadas en cuestión de razas, tiembla el esfínter sólo de pensar en cómo se verían a sí mismos aquellos con la chapita de ser una especie superior. ¡Ojo, una especie! En comparación, la paranoia de los extraterrestres viniendo a sondarnos se quedaría en anécdota.
Esto nos lleva de vuelta a los locos, locos de verdad, años treinta. Cuando Carl Clauberg, otro matasanos camarada de Mengele, logró unos avances agigantados en los terrenos de la esterilización al ensayar con miles de mujeres en el pabellón 20 del campo de Auschwitz. Dejándonos llevar por conjeturas de esta evolución, unos avances que podrían ser objeto de admiración y uso por los futuros Post Sapiens. Al fin y al cabo, en un planeta con recursos y espacio limitados, la especie superior habrá de encontrar una herramienta para imponerse y asegurar su supervivencia. Porque nada de masacres multitudinarias, ni acciones de fuerza desproporcionada, que para algo son superiores, eso es cosa de Homo Sapiens sin actualizar. Lo mejor, una sencilla estrategia de esterilización selectiva que brindaría a la salud de una eugenesia pacífica. La misma que nos reveló, de manera visceral e inquietante por su factibilidad y coherencia, la serie Utopía (la británica, por Dios, no jodamos…). Ah, y que, por cierto, el régimen nazi convirtió en ley en 1933. Creerse superior implica, no sólo rebajar a otro, sino querer contigo sólo a los que estén a tu altura. Es lo que las teorías militares de las películas nos han contado desde siempre; una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil, la debilidad es la excusa del muerto, sólo sobrevive el más fuerte, etc. Haciendo del individuo parte de un todo, sin que el todo tenga piedad por el individuo. Por todo ello, cuidado. Porque avanzar implica dejar cosas atrás. A veces incluso soltar lastre, sin importar quien se ahogue en el viaje hacia un mundo mejor.
La tecnología nos ayuda, y ayudará, a dar rienda suelta a la mejora de la existencia humana. Y, con toda seguridad, a trascender la propia humanidad. Pero, a lo mejor, tanta evolución no es buena y hay especies a las que más les valdría resignarse a su digna y tierna inferioridad. Recordando que aspirar a la evolución absoluta es un caldo de cultivo privilegiado para motivar la tiranía.
Estamos a las puertas de un cambio paradigmático, ¡otro de tantos!, en esto de ser humanos. Se nos presentan, cada vez con mayor eficacia, avances en la línea de dejar atrás lo que somos. Resulta complejo determinar si esos saltos van, o no, en la buena dirección. Pero, como decía el Dr. Malcolm en Jurassic Park: «Les preocupaba tanto si podían o no conseguirlo que no se pararon a pensar si debían». Parémonos, pues, un poco. El asunto, indudablemente, bien lo merece.
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.