Hakim Bey soñó, en los albores de internet, con la creación de un oasis de libertad. La incipiente Red debía servir de puerta trasera para que los insurrectos al poder establecido pudiesen colocar bombas de pensamiento; ¡C4 de revolución! ¡Un baño de napalm libertador! Bey, creador del terrorismo poético, identificó en internet el medio privilegiado para que sus TAZ (Zonas Temporalmente Autónomas) se horneasen hasta su cocción ideal, combatiendo el Capital Global y la Opresión del Estado. Años después, dijo esto: «la red parece haber seguido una trayectoria paralela al totalitarismo del puro dinero. En menos de diez años, ha dejado de ser un dispositivo radical heurístico para convertirse en una red de galácticas compras desde casa, donde se hacen fortunas especulando con compañías con cero líneas de beneficio». Bey, un dandi de la desesperación, como decía Oscar Wilde, ¡El Profeta del Caos! no publicó demasiado en la última década previa a su reciente muerte (que uno sepa, claro) pero no es difícil imaginar la opinión que saldría a golpear la máquina de escribir de su larga barba de Gandalf moribundo sobre la Era digital. Si el caos, «perpetua y azarosamente ebrio» de internet debía esculpir un excelentísimo monstruo que pelease por la justicia, no hay más que asomar la cabeza brevemente al universo online para darse cuenta de que la lucha por un mundo mejor ha quedado ensombrecida por las palanganas de rabia vacía que se despachan.
Y es que el odio es un ejercicio de satisfacción inmediato. Emana cierta felicidad de los intestinos, principalmente el grueso descendente, el que sirve de cañería, al regar con aversión las plantas ajenas. Es una felicidad seca y venenosa, ¡hambrienta como pocas!, que debe complacerse a la velocidad de los caños nasales de los ejecutivos de la City de Londres. El odio entra en ti y sale con la misma fuerza. Te da una razón para existir. Una batalla que luchar. Un muslo que morder. Su mayor inconveniente es que la inquina implica asumir las consecuencias. Odiar obliga a ejercer el odio. No vale con reservar la acidez en la oscuridad, hay que airearla regularmente. Si no, o bien desaparece, o azuza un burbujeo interior que es motivo de los casos de combustión espontánea. En ese descargar-la-furia es donde la red tiene un papel privilegiado. Internet es un altavoz ideal, barato y global; la tormenta perfecta para las tronadas del odio. Vomitar comentarios caprichosos en cualquier red social, foro, video o sticker, desde la atalaya indirecta de la pantalla y la lejanía del campo de batalla es como reventar talibanes con un dron. Fácil, rápido y no mancha. Menos para quien recibe el obús, casi hasta parece un juego. Como ponerse unas gafas de realidad virtual mientras se sostiene una Remington 1100, creyendo que los disparos pertenecen al mundo de la fantasía, mientras se agujerea el pecho de los vecinos. Ah, y esa inseminación popular del pensamiento también puede manipularse, no sólo para desquitarse, sino para invitar a otros a hacerlo de las formas más crueles. No hay más que ver el éxito que tuvo ISIS en su «terrorismo youtuber», como lo llama Óscar Sainz de la Maza, ofreciendo fama en las redes a todo aquel devoto dispuesto a rajarle el pescuezo a los herejes. Los «influencers de la Yihad» son el producto extremo de una expresión aventajada del odio en la red con, por cierto, una acojonante acogida. En medida menos suicida, también podemos observar el mismo sistema en el Asalto al Capitolio de 2021. Porque el odio es siempre racional para el que odia.
Lejos ahora de esa minoría enajenada, azotado por la mala sangre, el escritor de pasiones digital medio no se preocupa por las consecuencias reales de su alegato. Él se deja llevar, gozoso, encabritadamente relajado, como mecido por una colchoneta hinchable, a través de los ríos de lava y heces de su mente. Pronto la escupe, la bilis por la que navega y, como se siente protegido, legitimado a la baba-sucia, despacha un flemón tóxico que lo eleva a la condición de dictador. Aunque de dictador bueno, del que tiene razón; de monárquico absolutista e ilustrado, a quien no le tose ni Dios… Puede que, si las consecuencias se le plantasen en las narices con la misma contundencia que los pañales de mierda moral que lanza, el Odiador Nivel Ejecutivo se pensase dos veces pudrir la armonía conciliadora, ya escasa de por sí. Por suerte su anonimato, o bien el ejercicio indirecto de su opinión, lo escudan y tranquilizan, dándole patente de corso.
La mercadotecnia es muy amiga del Odiador Nivel Ejecutivo. Relega en su persona la tarea de fomentar la identidad, que es la gallina de los huevos de oro del comercio posmoderno. El Renunciado Mayor, aquel que no busca castillos en el aire, ni bañarse en piscinas de ambición, suele odiar más bien poquito. ¿A qué fin debería odiar, si no se odia a sí mismo? Es, no obstante, un comprador mediocre. No envidia y eso, básicamente, le impide buscar su reflejo en ideales irrealizables. Huye, conscientemente, de la frustración… como los monjes. Que su sectarismo no despiste, ningún monje tiene un puñetero Ferrari, por más que Robin Sharma así nos lo quisiese colar. Los monjes son material defectuoso para el mercado. Su estado de serenidad no alimenta las calderas del consumo e impide el enriquecimiento y el ejercicio déspota del poder del que gozan los grandes adinerados. Lejos de engaños, la constante gresca que puede darse cita en Twitter u otros no es algo que incomode realmente a sus dueños mientras esta les reporte cifras astronómicas. Por eso el Odiador Nivel Ejecutivo encuentra ahí su cuna a medida. No sólo la satisfacción que siente al explotar, reafirmándose así en su identidad -ya sea ideológica, moral o ética-, le es brindada, sino que la ergonomía de estas plataformas le invita a hacerlo. La galaxia de Zuckerberg ha visto en el odio una fuente de debate sostenida en el morbo y la curiosidad. Luego, claro, llega la censura, que no es sino la expresión táctica de la aversión. Y lo curioso es que esta censura, antes organizada desde los canales dominantes, se ve ahora encarnada por la autolimitación. El linchamiento alimenta la frustración, el silencio y el despotismo mutilando cualquier forma de debate. Pero ¿qué fuegos incendian las hogueras de este odio?
Uno de ellos se encuentra en el Individualismo Solitario. La soledad aumenta el paroxismo de la repulsión. Nadie puede explotarse un grano de la espalda solo. Así que esa chepa se va haciendo cada vez más grande y pesada. La grasa se galvaniza en un odio que duele y únicamente encuentra cura en su expresión. Ya lo decía Bey, ¡Marduk lo tenga en su gloria!: «La nueva oleada de interés por el Individualismo es obviamente una respuesta a la Muerte de lo Social». Un deceso indignamente alimentado por los adictivos estímulos de los bastardos de internet: redes sociales, infodemia, pornografía… Hijos de un padre que, como soñaba Hakim, podía haber engendrado las herramientas de un Nuevo Orden Global, pero que quedó pervertido a una velocidad flipante y con un beneficio escandaloso. El Individualismo viaja parejo de la soledad y, la soledad, sobre todo mal administrada y sustituida por un espejismo de gaseosa compañía en una pantalla, trae rencor. Citando a Yoda: «El miedo es el camino al lado oscuro. El miedo lleva a la ira, la ira al odio y el odio al sufrimiento». La indigerible cadena de antipatía que planea en internet es síntoma de que vivimos una sociedad acobardada y dolida. Un chasis oxidado que se intenta reparar con elevadas dosis de satisfacción inmediata, habitualmente sostenida en el consumo. El odio es una brillante luz de neón que nos atrae, como mosquitos, a las fauces de la Sociedad Centro Comercial. Un sistema sostenido, más que en la meritocracia-honesta, en la competitividad. Y no se puede pasar por alto que el impulso competitivo absorbe, en parte, su energía de la anomia. Internet, ¡potencial oasis de esperanza, conectividad y heurística!, pasa a ser un núcleo de competitividad anónima y febril, enterrando la posibilidad de la brillante divulgación en torrentes de mala leche, acelerados y acumulados, con el fastidioso don del lucro masivo. Porque lo que Ronal Inglehart llama valores ego-expresivos fomenta una sana autonomía, pero también una malsana sensación de vacío a rellenar con buches de narcisismo. Y, si el yo se impone, el ello se enfrenta y el nos desaparece. Bien, tal vez todo esto no sea más que una generalización, pero no cabe duda de que, como titulaba Juan Soto Ivars uno de sus ensayos, vemos que Arden las redes y, en general, internet.
No recuerdo donde leí, escuché o me impactó en la mente la frase «Cuando dejas de odiar, empiezas a perder». Puede salir de Toro Salvaje, o de alguna de esas maravillosas películas de boxeadores, que son tan maravillosas porque la mayoría son morralla para vegetales mentales. Ese lema vibra en las paredes del mundo cibernético con la contundencia del terremoto de Lorca. Espantar el odio maravilla y defrauda. Siempre hay alguien que pierde cuando la guerra para, aunque sólo sea el vendedor de tirachinas y tiritas para adultos. Pero perder, en el caso de internet, es una victoria. Diseminar el valor del halago, el ejercicio de la templanza y la dignidad del debate libre es el ingrediente estrella para hacer de internet lo que debió ser. Odiar, que a veces es sano y reconfortante, debería relegarse al escenario carnal, donde muchos se verían frente al objeto físico de su rabia y, una buena parte, cerraría el pico, impotente ahora, ante la verdad que le ha sido manipulada.
Oh, Bey, ¡padre de los hackers! ¡erudito de la poética armada! Ahora que no te has ido, que te han echado, nos queda confiar en tus expectativas. O, por lo menos, consolarnos con la tierna inocencia de lo que pudo ser y no fue, y sólo Marduk sabe si será…
Sobre la firma
Periodista y escritor. Ha firmado columnas, artículos y reportajes para ‘The Objective’, ‘El Confidencial’, ‘Cultura Inquieta’, ‘El Periódico de Aragón’ y otros medios. Provocador desde la no ficción. Irreverente cuándo es necesario.