Me sentí muy vintage. Di positivo en Covid-19, que al ritmo al que suceden ahora las cosas, era como tener sífilis o rubeola, una cosa muy antigua, muy 2020. Sin embargo, el virus sigue aquí, tan aquí que continúa matando gente y que estuvo dentro de mi cuerpo, por segunda vez (curiosamente la primera fue asintomática) provocándome escalofríos por doquier, como pequeñas descargas eléctricas, un cansancio como un imán bajo la cama, algo de tos, algún pinchado en el costado y un embotamiento cerebral como si me hubieran pegado con una pala metálica en la cabeza (muy parecido a la resaca severa).
Durante los varios días que permanecí encamado la semana pasada, haciendo monerías a mi bebé a través de una rendija de la puerta, no pude concentrarme en nada. En realidad, no era por causa de la enfermedad, sino del espíritu de nuestros tiempos, porque también me cuesta concentrarme cuando doy negativo en todas las enfermedades. Intenté ver varias películas y series en varias de las plataformas a las que estoy suscrito (y, no sé por qué, son muchas) y no conseguí terminar ninguna. Pasar por la tarde pululando por las plataformas, haciendo listas de pelis por ver, viendo trailers, yendo de un sitio a otro, se ha convertido en un contenido por derecho propio, en una actividad en la que pasamos casi tanto tiempo como viendo películas, de igual modo que hay gente que pasa más tiempo curioseando en librerías que leyendo (yo soy de esos, porque esa es la mejor forma de aprender de literatura).
Siempre me distraía, perdía el hilo, pensaba que me estaba perdiendo algo mejor en la nutrida oferta que tenemos disponible. Ni siquiera puede concentrarme en la primera de James Bond, Agente 007 contra el doctor No, de 1962, que muestra la parte más machirula del personaje, encarnado en el encantador Sean Connery. Por supuesto tampoco conseguí leer más de dos páginas seguidas de un libro o escribir más de 10 minutos. Es como si, al cabo de un rato, mi cerebro necesitase hacer zapping, cambiar de estímulo, de modo que mi actividad se convierte en un puré de redes sociales, pequeños vídeos, correos electrónicos, mensajes de WhatsApp y la ingestión de grandes cantidades de mousse de chocolate del súper.
Lo que mejor le viene a mi cerebro triturado son los vídeos de YouTube, porque son cortos y están pensados para estimular el cerebro contemporáneo como este se merece. Los youtubers hablan a toda leche, cortan el silencio entre las frases, ponen memes y colorines, es imposible, por el momento, desengancharse. Así me tragué un curso de ocultismo desde la antigüedad hasta la figura de Aleister Crowley, unos documentales sobre la construcción de la bomba atómica, otros sobre la teoría de la inflación cósmica y un seminario sobre la obra de Marcel Proust, que daban dos argentinos que fumaban en pipa y que tuve que ver a velocidad 1,5x.
Se encuentra de todo en YouTube. Pero, en la economía de la atención, los youtubers puros y duros son los depredadores. Después de varios días tumbado en la cama me di cuenta de que había estado flotando en ese magma extraño de actividad, sin parar de hacer cosas, pero sin hacer nada en concreto, y todo a través de la pantalla del móvil y del ordenador. Así hasta que el virus, también algo confuso, tuvo a bien retirarse de mis células para irse a leer el Quijote tranquilamente.
Este déficit de atención (véase Comerciantes de la atención, de Tim Wu, publicado por Capitán Swing), esta necesidad de estímulos cambiantes, esta infoxicación que nos mantiene atentos a todo y a nada al mismo tiempo, es una nueva enfermedad mental de nuestro siglo, que todavía no es considerada como tal, pero que probablemente lo sea dentro de no mucho: imagino cómo, en casos extremos, puede llegar a causar la dilución de la identidad en la sopa informativa. Que ya no sepamos ni quién somos, ni dónde estamos, ni, por supuesto, de dónde venimos ni a dónde vamos.
Respecto al covid, que era mi afección secundaria, cuando empezó la pandemia, metidos en casa, también mirando vídeos de YouTube, me imaginé que el fin de esta sería un día de jolgorio universal, muy parecido al fin de la Segunda Guerra Mundial: grandes desfiles, toneladas de confeti, las masas abrazándose por las calles. La pandemia nos ha aburrido tanto que ya no queremos ni imaginar el final, preferimos borrar cualquier cosa relacionada con el virus de nuestra mente, pero es que el final ni siquiera ha llegado y hay quien dice que nunca llegará. Esa es la diferencia entre las novelas, en este caso de ciencia ficción, y la vida real: que en las novelas las cosas tienen sentido, principio y fin, pero en la vida real no. Bueno, si exceptuamos esos finales abiertos que tanto practicó Chejov.
Sobre la firma
Sergio C. Fanjul es licenciado en Astrofísica y Máster en Periodismo. Tiene varios libros publicados (Pertinaz freelance, La vida instantánea, La ciudad infinita). Es profesor de escritura, guionista de tele, radiofonista y performer poético. Desde 2009 firma columnas, reportajes, crónicas y entrevistas en EL PAÍS y otros medios.