Hace poco estuve de viaje por Barcelona y unos amigos me invitaron a visitar la Casa Batlló. Había estado hacía años y pensé: “Why not? Ver una obra de Gaudí es siempre una experiencia cojonuda, además ha pasado bastante tiempo, voy a aprovechar para ver qué tal es volver a pasar por un espacio icónico de la Ciudad Condal que ha marcado un antes y un después en la personalidad del Paseo de Gràcia”.
La verdad es que ha sido todo un descubrimiento volver y ver que todo era inmersivo.En realidad siempre lo fue, yo ya había estado “inmerso” en la maravillosa obra de Gaudí cuando la visité hace años. Pero ahora esa inmersión no basta. Ya no es suficiente apreciar la espectacular labor hecha con madera o las formas sinuosas de las puertas y de la barandilla de la escalera principal. Ni el mar degradado que ocupa el patio de abajo a arriba en un apoteosis de baldosas que recrean una de las más espectaculares subidas del siglo XIX. Tampoco los techos acaracolados o las ventanas que se abren hacia el exterior con forma de huesos tampoco son suficientes.No, toda esa explosión digna de la más rica experiencia lisérgica se quedaba corta y alguien pensó que lo mejor para disfrutar de la grandiosidad de Gaudí era crear una experiencia al más puro estilo Disney World. No vaya a ser que la gente se queje por falta de estímulos, porque seguro habrá alguna opinión en Google tipo:“Casa Batlló, 2 estrellas, ni fu ni fa, mucha madera, no hay ni una puerta recta, no sé qué le encuentra la gente a ese amaso de trozos de cerámica rota”.
Es allí donde la creatividad humana, perola del marketing y la más burda comercialización, brota, cual cerezo en flor para crear una experiencia inútil que casi parodia un lugar que es tan magnífico en su exceso que no necesita nada más que una buena audioguía para disfrutar de sus tripas decimonónicas.
Para que os hagáis una idea: al llegar me dan un tablet con realidad virtual que ni es virtual ni muestra la realidad, con una serie de audios que me acompañan a lo largo de la visita con una base que parece salida de los descartes del Señor de los Anillos. La épica siempre vende, pensará alguien muy fan de Peter Jackson. De hecho, es algo que podría haber creado él mismo en una velada con Walt Disney para ver cómo el mundo de la épica se encuentra con el de la diversión disneyana. Ni Piratas del Caribe llega a alcanzar ese nivel. En cambio, la Casa Batlló, sí.
De repente, según subo por las maravillosas escaleras que parecen el costado de un dinosaurio o un ser mitológico, van apareciendo tortugas virtuales, pececitos y toda fauna marina que parece salida de Buscando a Nemo. Según subo, me voy preguntando si la tablet que me han dado es para niños y se habrán confundido a pesar de las canas que delinean mi barba. Pero no, todo el mundo está sumergido en idéntica situación. Cada uno aislado en su experiencia inmersiva, 360°, full HD, 8K, Dolby Stereo.
Subo hasta llegar a la azotea, deseando ver el tejado lleno de colores, degradados iridiscentes de las tejas de cerámica que decoran el edificio cuál tarta de película de Wes Anderson. Esos rosas, turquesas, azules que se alternan creando un mosaico espectacular que enmarca la parte superior de la casa con elementos que vuelven a dar la sensación de pieles de dragones y animales imaginarios.
Una vez arriba, me encuentro con una horda de turistas sentados en las mesitas del bar —que antes no existía— pidiendo un café o una bebida para poder sacar su deseada foto pop para postearla en Instragram como un trofeo tan difícil de conseguir. Estoy arriba y los brillos de las tejas de colores se mezclan con las tiras de bombillas hípster que se encienden al atardecer para crear el marco perfecto, moderno y desenfadado al que estamos tan acostumbrados.
Vuelvo a entrar para apartarme de la muchedumbre. El interior medio vacío me anuncia que algo más está por venir. Unos pasos más adelante, tengo la oportunidad de sacarme una foto igualita que las que sacan en las montañas rusas de los parques de atracciones. Ese balcón ofrece la foto perfecta en pareja, familia o lo que sea.
No descarto que me estoy empezando a hacer mayor y que me he quedado fuera de la ola de modernidad que se ha aberronchado a las atracciones arquitectónicas. Gaudì, toma una cucharada de contemporaneidad. No eres lo suficientemente atractivo. El mundo va tan acelerado que una experiencia real como vivir tu arquitectura tiene que estar hiperaderezada de estímulos digitales y recortes perfectos para instantáneas de Instagram. Tú, que fuiste un icono pop de tu época, sucumbe a la contemporaneidad efímera.
Paso rápido delante de la caja donde puedo retirar la foto y ni siquiera miro cuánto cuesta posar en la cornisa por miedo a que me ofrezcan lo mismo. Bajo con ganas de huir y salir lo más rápido posible pasando por una escalera secundaria cuya instalación está basada en unos perfiles de cadenas de metal que crean un degradado descendiente hasta los cimientos de la casa.
Respiro. Por fin estoy fuera, pero al devolver la tablet y los cascos, me avisan de que la visita no ha acabado. Falta la última habitación. Una experiencia inmersiva en la cabeza del arquitecto catalán. Un escalofrío y un sudor helado me recorren la espalda, avisando de que es posible que la instalación pueda ser no apta para gente claustrofóbica y personas que sufren de epilepsia. Atraído por el peligro, decido quedarme y vivir hasta el final esa especie de Juego del Calamar versión modernista.
Entro junto a otros muchos visitantes en la última habitación. Un cubo con paredes de led listas para inyectarme la experiencia más increíble de la casa. La puerta por la que he entrado se cierra lentamente, con un marco rojo parpadeante que avisa de la imposibilidad de escapar. Podría ser mi última oportunidad, pero en menos que nada, baja la oscuridad y la sala se inunda de destellos e imágenes. Bocetos arriba de nuestras cabezas, pensamientos que fluyen por debajo de nuestros pies, esbozos, imágenes de gráfica digital alrededor nuestro en una proyección incesante. Miro las caras de la gente atónita, recibiendo su último chute de adrenalina. Otra puerta se abre, es la ocasión de huir y salir a la calle, tras pasar por la tienda de regalos, aturdido por tantos estímulos.
Paso la puerta principal y la luz del Sol me golpea la cara. El calor me devuelve la tranquilidad. Por fin algo natural, tras tanta artificialidad. Me giro, miro la fachada y sonrío pensando que he tenido un mal viaje. Pero dura solo un instante, antes de que mis colegas me confirmen que todo ha sido verdad. Inmersiva, pero real. Un Gaudí nunca visto.
Francesco Maria Furno, es fundador del estudio de diseño Relajaelcoco. También es profesor en el Instituto de Empresa en Madrid y en Segovia. Se ocupa del diseño de marcas y estrategia y le fascina la cocina como acto social