Atemorizar a un periodista hasta hacerle cambiar su manera de contar la realidad. Una extorsión tan vieja como los tipos móviles con los que se imprimían los titulares de los primeros periódicos, tan actual como los algoritmos que deciden qué noticia es la que va a ser mostrada en tu terminal. Una realidad consustancial al libre ejercicio de la prensa. Las redes sociales democratizaron la posibilidad de influir de manera determinante en la opinión pública siendo minoría. El privilegio, hasta entonces reservado a una élite muy poderosa, podía ser usado, compartido y utilizado de manera espuria por otros actores, que siendo poco representativos tienen la fuerza de manejarse con pocos escrúpulos para dirigir su acción contra unos pocos nodos nodriza con capacidad para transmitir en mensaje en el debate público, y a partir de ahí, modularlo, atemorizarlo, modificarlo para convertirlo en un agente propio o subyugarlo cuando es un agente externo que interesa amedrentar.
Los periodistas somos intermediarios entre la realidad y el relato. Unos intermediarios con un grave problema de endogamia y muy influenciables por nuestra presencia de forma generalizada en las redes sociales, donde se construye un antagonismo a la histórica capacidad para generar ideas políticas, sociales y culturales a través de la opinión publicada. Estos días dos periodistas influyentes, Pepa Bueno, directora de El País, y Lucía Méndez, redactora jefe de El Mundo, escribieron sendas reflexiones donde, desde diferentes perspectivas y con distintas intenciones, analizaron el rol de los periodistas en el ámbito de la opinión pública como sujeto paciente y agente. Es decir, sobre cómo afecta la esfera de opinión en la subjetividad del periodista y cómo eso hace que incidan en mayor o menor medida en los temas a tratar.
Lucía Méndez escribió un artículo en el diario El Mundo quejándose de la autocensura ante la actitud de Pablo Iglesias con los periodistas por la capacidad que tiene el exvicepresidente para movilizar las bases de su partido y presionar así a aquellos periodistas que considera objeto de la crítica. Los trolls de Pablo Iglesias existen, como los de otros muchos más partidos, lo explica de forma precisa Pedro Vallín: “Iglesias, que se fue pero ahí sigue, hablando a las bases en artículos, tertulias y un podcast diario donde alimenta su resistencialismo […] las bases obedecen a los toques de corneta de Iglesias”. El mismo Pablo Iglesias se vanagloria en su último libro de lograr haber introducido en el debate público la fiscalización de la prensa y ejerce ese poder de manera discrecional. ¿Tanto como para considerarlo un problema que limita la capacidad de expresión de un periodista? En ningún caso. Solo si de verdad los periodistas no saben lo que de verdad es una presión. Lo que convendría valorar es cómo de eficiente es un periodista que se deja influir por la presión digital y el ruido de las redes tanto como para dejar de hacer su trabajo tal y como considera.
No hay que minusvalorar, en cualquier caso, la influencia de las redes sociales y los ataques dirigidos, podría decirse que de precisión, a la hora de disciplinar a periodistas. Esa dinámica es conocida por parte de la extrema derecha, que ha volcado muchos recursos en lograr doblegar a periodistas críticos. La virulencia y agresividad con la que se producen esos ataques de las redes posfascistas son un verdadero riesgo para la libertad de prensa porque sobrepasan los límites de la crítica política para llegar al abuso, el acoso y las amenazas. Solo quienes han sufrido ataques coordinados desde ambos espectros ideológicos son capaces de poner en el punto justo de la balanza ambas amenazas, equipararlos es una muestra clara de que solo han sufrido la leve punzada en el orgullo que supone leer a unos cuantos perfiles aleatorios poniendo en cuestión su credibilidad por prescripción del exvicepresidente. El artículo de Lucía Méndez es relevante porque expone una debilidad humana, quienes tienen el privilegio de elegir sobre qué escribir pueden decidir no hacerlo sobre determinados asuntos que les pueden proporcionar un coste de credibilidad en el ámbito de las redes sociales, a las que prestan mucha atención porque es la misma burbuja que ocupan. La experiencia, casi empírica, dice que el verdadero coste para el periodista por expresar una determinada opinión no se produce en las redes a la vista del interesado, sino en despachos y llamadas privadas que proporcionan un represalia laboral. No se es consciente hasta que se produce el efecto sancionador.
Las presiones ejercidas por legiones de trolls y militancia fanática son un punto importante en la selección de la agenda pública por parte de los periodistas. La coacción afecta, es ilusorio negarlo. Pero no es el único desequilibrio en la construcción de la agenda pública, ni mucho menos el más relevante. Pepa Bueno explicó en la carta que publica en su newsletter para los lectores de El País la disonancia que había entre el peso de la información que los medios habían otorgado al caso del espionaje de Pegasus y el interés mostrado por los lectores y las lectoras. Las noticias sobre el espionaje y el papel del CNI no habían estado entre las 46 más leídas a pesar de la importancia otorgada en la web al tema. El punto en el que incide Pepa Bueno es un derivado de la presencia de los periodistas en redes sociales muy específicas, ya sean digitales o físicas, porque la importancia del capital social a la hora de conformar nuestra visión del mundo y cómo lo percibimos trasciende la presencia en Twitter y evidencia que la gran mayoría de la prensa influyente vive en burbujas hiperinformadas y muy politizadas que perturban la percepción de las prioridades de la ciudadanía común. Los círculos endogámicos en los que nos movemos los periodistas son una minoría influyente más que tiene la capacidad de marcar qué es lo importante a la mayoría de la población. El deber moral de la prensa es pinchar su propia burbuja, tomar distancia y mirar con perspectiva, desde fuera. Vivir del mismo modo que el común del país que quieres narrar. Ser lo que cuentas y comprar el pan, viajar en metro, vivir lejos del centro y acudir al ambulatorio público. Realizar actividades cotidianas que ayudan a mitigar el sesgo lógico que provoca en la prensa la necesidad de estar cerca de los lugares donde se produce la noticia y del peso que el poder político tiene en la generación de la agenda.
Antonio Delgado, corresponsal de RNE en París, explicó en su podcast sobre las elecciones generales en Francia la importancia de una comunidad integrista cristiana en Solignac, un pequeño pueblo cerca de Limoges, en el debate público francés. Un grupúsculo tradicionalista de la comunidad cristiana en Francia, muy militante, con añoranzas de tiempos en los que su país era una potencia católica ha tenido la capacidad de mover la opinión pública de la comunidad cristiana en Francia para a su vez hacer de sus intereses un tema de debate en toda Francia a través de Eric Zemmour. Una minoría ruidosa está logrando desplazar los intereses de un grupo mayor, más influyente, para que sean sus intereses los prevalentes y la agenda pública acabe debatiendo de un tema que solo interesa a unos pocos fanáticos. Esta manera de operar es muy funcional porque la mayoría de la población no tiene ideas fanatizadas y se desplaza de la esfera de la opinión pública al ver cómo quien sí las tiene usa una agresividad que a ella le resulta ajena, no le importa tanto como para bajar al barro y deja un espacio libre por incomparecencia que es ocupado por aquellos que quieren imponer sus ideas.
Las redes sociales funcionan como un elemento de distorsión de la percepción de la realidad para los periodistas, como elementos indispensables de la creación de la opinión pública, a la hora de elegir la agenda sobre la que se debate. Son una llave para que se abra la puerta a minorías influyentes. El verdadero dilema al que tiene que enfrentarse la prensa a la hora de valorar los temas que precisan visibilidad es determinar a qué minoría le damos capacidad de expresar sus posiciones en el debate público para ajustarse de manera precisa a los intereses de la mayoría. Es decisión de la prensa elegir qué ideas merecen ser expresadas y asumir que eso va a generar costes personales, laborales y emocionales, comprendiendo que ahora se comparte la generación de la opinión pública con pequeños grupúsculos de militancia muy activa que opera en las mismas redes que ocupa la prensa.
Sobre la firma
Antonio Maestre es periodista y escritor. Colabora de forma habitual con eldiario.es, La Sexta y Radio Euskadi además de haber publicado en Le Monde Diplomatique y Jacobin. Es autor de los libros Infames (Penguin) y Franquismo S.A (Akal).