Cuando mi hija tenía dos años teníamos un juego que nunca acababa. Yo la lanzaba al aire y ella renunciaba al miedo. Reía y reía con la risa limpia y sin fingimiento que luego, de mayores, nunca volvemos a tener. Al atraparla de nuevo simulaba devorarla como el lobo del cuento y ella entre carcajadas pedía clemencia para exigir pasados cinco segundos ser lanzada de nuevo y repetirlo todo en un ciclo sin memoria y sin final.
Ya entonces pensé que la mente que la evolución nos ha dado tiene una parte de condena. Si pudiera elegir, sacrificaría gran parte de lo que sé a cambio de poder evocar, rescatar y recordar aquél momento como algo vívido, traerlo al presente siempre que hiciera falta, almacenar un millón de copias de ese resurgir de la infancia y de la vida que brota con nuestros hijos pequeños. Soy incapaz de traer esos recuerdos tal como fueron a mi presente, sé que pasó y puedo articular las palabras necesarias para describirlo, pero en mi memoria han quedado borrados o tal vez relegados a los archivos en la profundidad que ya no alcanzamos.
La mente que nos ha dado la evolución es extraña, recuerdo como si fuera ayer el gol de Pepe Calleja en el 88 a la UD Las Palmas que salvó al Betis del descenso, el primer y único puñetazo que solté en mi etapa escolar, introducir en el walkman – más bien en una imitación gruesa y amarilla que trajo un día mi padre a casa – la cinta del “Palabras más, palabras menos” de Los Rodríguez. No sólo sé que todo aquello pasó, al traerlo de mi memoria vuelve un poco de las emociones, la excitación, la adrenalina, la motivación de un adolescente que encuentra a su grupo. Pero con mi hija y su risa no soy capaz.
Mi teoría sin ningún estudio o dato que la avale es que la evolución acabó premiando el ver a nuestros hijos en su forma presente. No puedo recordar a Daniela con dos años porque tengo que atenderla como es con diez, si estuviera enredado en el pasado supongo que me despistaría de la realidad, del abandono de lo infantil y la explosión de una nueva inteligencia, independiente y brillante que es mi hija ahora.
Conocedores de esta debilidad, varios servicios del mundo digital actual acuden a solucionarla, no en vano la tecnología ha consistido en domeñar y desafiar los límites que la naturaleza nos impuso. Cada día espero una de las pocas notificaciones que mantengo en mi teléfono, la de Google Photos enseñándome las fotografías y vídeos tal día como hoy pero de hace dos, cinco, diez años. Me entretengo en esos instantes, me felicito por haber sido un padre celoso que ignoraba los momentos solemnes pero grababa mil situaciones cotidianas. Y ahí están mis hijos jugando, dando pases de balón o chupándose los dedos, disfrazados, riendo y llorando.
El archivo casi infinito de internet permite que el fenómeno de anclarse al pasado salga de la esfera íntima y vivamos una memorabilia constante, anárquica y ubicua. No es sólo la disponibilidad en servicios musicales, de vídeo y hemerotecas a las que podemos acudir a voluntad. La subversión de las antiguas jerarquías editoriales y la emergencia de nuevas plataformas guiadas por algoritmos que suelen anteponer lo que nos engancha, es decir, lo que nos emociona, hace que al pasado no haya que ir a buscarlo sino que aparece promovido en estas plataformas sin orden y sin ser convocado.
En nuestros ríos de contenidos se entrecruzan el disco de Rosalía con el revival de los 90, alegatos interseccionales y columnas de Ana Iris Simón, profetas del advenimiento de la web3 con retro informáticos nostálgicos de los ocho bits, las soflamas de El Xokas, clips de El Chiringuito y fragmentos de Seinfeld o Aquí no hay quien viva. Mi Youtube está muy bien enseñado, sabe que ya renegué del ciclismo moderno y me ofrece solícito los mejores ataques y etapas de Fabio Parra.
En el presente electrónico de hoy, no hay nada ‘del pasado’ que tengamos que dejar atrás ni nada ‘del futuro’ que no pueda hacerse presente mediante una anticipación simulada
Hans Ulrich Gumbrecht
Hans Ulrich Gumbrecht analizaba la sociedad moderna y anotó el cambio: “En el presente electrónico de hoy, no hay nada ‘del pasado’ que tengamos que dejar atrás ni nada ‘del futuro’ que no pueda hacerse presente mediante una anticipación simulada”. Y esto lo decía en su Our Broad Present: Time and Contemporary Culture de 2014, sin haber todavía digerido la explosión y mezcla entre pasado y presente que traería la centralidad de las redes sociales, el algoritmo de Youtube y los recordatorios de lo que publicaste hace años de Facebook, deseoso que lo vuelvas a utilizar.
A ojos del profesor Gumbrecht la función del presente – prepararnos para un futuro mejor – ha quedado de alguna manera obsoleta. Tras la crisis del 2008, la advertencia del cambio climático y ahora la amenaza de una nueva recesión por la vía inflacionaria y de una guerra europea, el futuro es visto como una catástrofe. La tecnología hace que el pasado esté en el presente, no ha pasado del todo, el presente sigue presente, y el futuro empieza a ser algo a evitar. El resultado es un presente extenso, alargado y desfigurado de su naturaleza efímera, síntoma del creciente desencanto con la modernidad.
Creo que este desarrollo comunicativo-tecnológico no sirve para explicar cualquier apelación a tiempos pasados. Las reivindicaciones de distinto signo del “seremos la primera generación que viva peor que sus padres” se explican mucho mejor por las circunstancias materiales. Pero sí apuntaría a internet y cómo evolucionó en los últimos años cuando me cruzo con veinteañeros que flirtean con añorar los tiempos de Fernando Alonso campeón del mundo, la vaquilla con Ramón García y los discos de El Canto del Loco como si corrieran a ser la generación nostálgica más precoz de la historia.
Si el mercado de la nostalgia de los boomer y la Generación X está bien atendido (ahí andamos pagando diez euros por una hamburguesa, comprando unas Jordan, escuchando las canciones de hace décadas en lugar de estar con lo de ahora), no deja de sorprender como empieza a asomar la oferta de productos culturales que permiten a la chavalada anclarse a lo que pasó hace apenas 15 años. Se suele apuntar a la juventud actual como la primera en desarrollarse con internet y el móvil desde niños, también es la que ha estrenado el crecer con esta mezcla constante entre pasado y presente.
Como el narrador en “Funes el memorioso” uno duda al utilizar el verbo recordar, ya sabemos que a lo que llamamos recuerdos son reconstrucciones, inventadas en parte (excepto las de Funes, precisamente). Como algunos personajes de las novelas de Javier Marías uno empieza a sospechar que sólo somos el pasado, que el futuro está por ver y el presente se escapa entre los dedos. Como alguien que ha probado a recuperar discos, cacharros y prácticas de hace 20 años sólo me queda decirle a esos jóvenes que se inician en la nostalgia que solo lleva a una deriva melancólica: puedo tener mis zapatillas y mis videojuegos de los 90, pero nunca se puede volver a tener aquella edad y la sensación de estar estrenando el mundo. Tampoco Google Photos me puede traer eso, hay victorias sobre la naturaleza que la tecnología, sospecho, no va a conseguir.
Sobre la firma
Ingeniero Informático, pero de letras. Fundador de Xataka, analista tecnológico y escritor de la lista de correo 'Causas y Azares'