Hay datos que no necesitan mucha decoración. Uno: alrededor de una cuarta parte de la gente joven en España considera que, “en determinadas circunstancias”, un régimen autoritario podría ser preferible a la democracia. Dos: casi la mitad de la generación Z no sabe cómo murió Federico García Lorca.
No hace falta seguir interpretando estadísticas para entender el problema. Con esos dos números basta. Porque son dos señales distintas del mismo fallo: estamos criando ciudadanía supuestamente democrática con una memoria histórica agujereada y con una experiencia política que no siempre convence. Cuando se juntan ambas cosas, el “quizá una dictadura no estaría tan mal si…” deja de sonar a chiste provocador y se convierte en posibilidad mental.
Primero, lo del autoritarismo “según circunstancias”. Esa coletilla es oro sociológico. No describe una vocación fascista íntima; describe una democracia vivida como algo condicional. Como un contrato que vale mientras funcione. Y si no funciona -si no te da casa, si no te da estabilidad, si no te da futuro- entonces te permites fantasear con la alternativa rápida, la de “que alguien mande y arregle el lío”. Es el viejo sueño del atajo: menos discusión, más orden, menos conflicto, más eficacia. El problema es que los atajos políticos suelen acabar en despeñadero.
No hay que ser especialmente cínica para ver de dónde sale esa fantasía. La juventud en España ha crecido con crisis encadenadas, salarios que no despegan, alquileres que parecen diseñados por un villano de Disney y un horizonte climático que ya no es “quién sabe en 2050”, sino “qué pasa este verano”. Es lógico que en ese contexto algunas personas miren el sistema y digan: “si esto es la democracia, tampoco es para tanto”. Lo que no es lógico es normalizar esa conclusión. Porque no es que la democracia sea irrelevante: es que se ha vuelto invisible en lo cotidiano, y cuando algo político se vuelve invisible, lo sustituye cualquier cosa que prometa resultados.
Aquí entra el segundo dato, el de Lorca. Que no se sepa cómo murió no es solo un suspenso cultural. Es no entender el mecanismo de la dictadura. Lorca no es una efeméride; es la prueba de qué le ocurre a una sociedad cuando el poder decide que la diferencia es delito. Si esa escena se borra -si el asesinato del poeta se vuelve un detalle confuso, o una anécdota sin responsables claros- el autoritarismo deja de sentirse como amenaza real y pasa a ser una palabra abstracta. Y lo abstracto no vacuna a nadie.
Hay una especie de ilusión peligrosa en las generaciones nacidas en democracia: pensamos que la dictadura es una cosa antigua, de blanco y negro, como la tele de nuestros abuelos. Algo que pasó y ya está. Pero las dictaduras no son antiguas: son técnicas políticas. Funcionan con métodos reconocibles -represión, censura, castigo al disidente, subordinación de las mujeres, control del relato- y si no entiendes esos métodos, puedes caer en la trampa de creer que “un poco de mano dura” no sería tan grave. El dato de Lorca es importante porque te recuerda que no hubo “mano dura”, hubo violencia sistemática. No hubo “orden”, hubo miedo.
A esto se suma un fenómeno incómodo que la encuesta de 40db también deja entrever y que otras investigaciones han señalado: la indulgencia con la dictadura es mayor entre hombres jóvenes que entre mujeres jóvenes. No es casualidad. El franquismo no fue solo autoritarismo político; fue autoritarismo de género. Un régimen que convirtió a las mujeres en menores legales, controló su trabajo, su sexualidad y su autonomía. Si eso se difumina en el relato público, la dictadura puede reaparecer en forma de nostalgia de “valores” o “estabilidad”, justo cuando una parte de jóvenes varones siente que la igualdad les ha movido el suelo. Aquí no hay que hacer psicología barata: basta con mirar alrededor. Cada vez que algo feminista avanza, hay una reacción que sueña con volver atrás. Y ese “atrás” no es neutro: tiene nombre propio y tiene historia.
Entonces, ¿qué está pasando? Pasa, por un lado, un déficit de memoria. No de memoria como conmemoración solemne, sino como conocimiento básico de cómo se rompió la democracia y qué costo tuvo. Y pasa, por otro, un déficit de experiencia democrática. Si la vida en democracia se percibe como precariedad perpetua, burocracia inútil y promesas que se evaporan, es más fácil que alguien te venda el cuento del líder decisivo que “pone orden”. No porque seas tonto, sino porque estás cansado.
Lo cruel es que ambas cosas se alimentan entre sí. Una democracia que no cumple se vuelve frágil emocionalmente. Y una ciudadanía sin memoria de la represión es más fácil de seducir con soluciones autoritarias. Así es como el “según circunstancias” va ganando espacio sin hacer ruido. Y así es como la historia deja de servir de alarma.
Aquí conviene decir algo que a veces cuesta en el campo progresista: no basta con juzgar moralmente a quien cae en esa tentación. Hay que entenderla para desactivarla. Repetir “qué barbaridad que no sepáis esto” puede dejarte muy bien en una columna, pero no cambia nada. Lo que cambia es reconstruir dos cosas a la vez. Primero, el relato: explicar con claridad, sin liturgia, qué fue una dictadura y por qué no es intercambiable con una democracia mediocre. Segundo, la realidad: hacer que la democracia deje de ser mediocre para la mayoría.
Porque si la democracia no protege materialmente -si no garantiza vivienda, derechos laborales efectivos, servicios públicos que no parezcan castigos y una transición ecológica que no recaiga siempre sobre los mismos- entonces la defensa abstracta de “las instituciones” suena a solicitud de paciencia infinita. Y la paciencia infinita no existe, ni para mi generación ni para ninguna.
Hay quien propone resolver esto con más actos conmemorativos, más discursos oficiales, más campañas pedagógicas. Bien, pero no suficiente. El problema no es solo que falte información, sino que falta sentido. La memoria democrática no puede funcionar como un capítulo aislado que estudias para el examen. Tiene que estar conectada a lo que vivimos hoy. Si no se enlaza el pasado con las desigualdades presentes, la emoción se queda en manos de quienes manipulan. Si no se explica que la violencia franquista no fue un exceso de época sino una manera de organizar la sociedad, no se entiende por qué sigue importando.
Y sí, hay una dimensión cultural nueva en todo esto: la historia compite por atención en un terreno donde lo simple y lo provocador suele ganar. No hace falta ponerse tecnoapocalíptica para verlo. Basta con reconocer que hoy gran parte de la socialización política de la juventud ocurre fuera del aula y lejos de los libros. Si ese espacio se llena de medias verdades, de nostalgia edulcorada y de “todos fueron iguales”, la memoria se convierte en un decorado. Y cuando la memoria es decorado, el autoritarismo parece una opción estética, no una tragedia política.
La pregunta de fondo, entonces, no es si “la juventud sabe o no sabe”. La pregunta es qué democracia estamos ofreciendo y qué historia estamos contando. Si la respuesta a la crisis democrática es solo pedir fe, vamos mal. Si la respuesta a la ignorancia histórica es solo indignación, también.
A mí me preocupa que una parte de jóvenes no sepa qué pasó con Lorca. Pero me preocupa más que el país no esté sabiendo explicar por qué ese desconocimiento es peligroso. Porque no se trata de venerar el pasado, sino de proteger el futuro. Y el futuro democrático no se protege con nostalgia de la Transición ni con broncas generacionales, sino con una combinación más exigente: memoria rigurosa y derechos presentes que hagan creíble la democracia.
Si no hacemos eso, el “en determinadas circunstancias” seguirá creciendo como humedad en pared vieja. Sin drama, sin escándalo, casi sin darte cuenta. Y un día nos despertaremos preguntándonos cómo ha podido ser. Como si no hubiéramos tenido los datos delante. Como si no hubiéramos visto que, cuando se olvidan las razones por las que la democracia se conquistó, también se empiezan a olvidar las razones por las que merece la pena sostenerla.