No era trans, ni latino, ni militante de la ultraizquierda. Era, presuntamente, un muchacho blanco de Utah, hijo de una pareja aficionada a los rifles de asalto y criado en las subculturas de los foros de internet y del que, como sucede cuando el agresor no encaja en el relato del “otro” peligroso, no hemos vuelto a saber nada: el caso se consumió, el algoritmo pasó página y el país también.
“El asesinato de Charlie Kirk incendia la política en EEUU”, anunciaban las primeras alertas, mientras el gobernador de Utah, Spencer Cox, admitía que, durante 33 horas, rezó para que el sospechoso no fuera “uno de los nuestros”, sino de otro estado o país.
La contundencia de ese titular resume la gramática de la época: el relato se fija antes de que los hechos respiren. Un disparo, un segundo de vacío, los teléfonos en alto y el clip que circula más rápido que la investigación. El asesinato de Kirk en un campus de Utah —un tiro limpio desde un edificio cercano, ante miles de asistentes— se convirtió en relato mucho antes de ser sumario. El país ya había tomado partido cuando la cinta de precinto aún estaba caliente.
Pero lo relevante no es ya la noticia, sino la coreografía que dejó expuesta. Se activó de inmediato el reflejo de buscar un “otro” conveniente. Pero el detenido resultó ser un joven local, Tyler Robinson, veintidós años, señalado por su propia familia y arrestado en el mismo estado. El “forastero” no estaba a mano; el presunto asesino era de casa. El dato desbarató el consuelo —y la coartada— de culpar al exterior.
En torno al caso brotó, como ya es costumbre, una maleza de versiones: afiliaciones inventadas, imágenes manipuladas, vídeos viejos reciclados, identidades cruzadas. En cuestión de horas, la figura de Kirk empezó a circular en memes y proclamas: para amplios sectores de la ultraderecha, se convirtió en un mártir, emblema de una supuesta persecución a sus ideas. La desinformación viajó más rápido que las rectificaciones y reforzó, tribu por tribu, las certezas previas de cada cual. No fue un episodio aislado: es la arquitectura misma de la conversación pública, un sistema que ya no funciona como debía.
Conviene decirlo sin rodeos: no es solo un repunte de violencia política; es un fallo de diseño. En muy poco tiempo se convirtió la conversación democrática en un producto con mecánicas de juego: la indignación puntúa, la sospecha retiene, la humillación fideliza. Todo compite por atención salvo la paz social. Y las instituciones —hechas para el expediente, la réplica, la prueba— se mueven con relojes lentos dentro de un ecosistema que exige respuesta en milisegundos. Una democracia de latencia alta atrapada en plataformas de latencia cero. De ese desajuste nace, como funcionalidad emergente, la escalada.
Peter Turchin, biólogo reconvertido en historiador de datos y profesor en la Universidad de Connecticut, ha pasado dos décadas afinando lo que llama cliodinámica: una forma de leer la historia con series de datos largos y modelos de ciencia de sistemas. En Ages of Discord y en las investigaciones del proyecto Seshat muestra, con la frialdad de un gráfico, que los grandes estallidos de inestabilidad no surgen de la nada, sino que siguen un patrón reconocible. Cuando la sociedad produce más aspirantes a las élites de los que hay asientos para acogerlos, la lucha por el estatus se intensifica; cuando los salarios de la mayoría se estancan, la confianza en el contrato social se agrieta; cuando se erosiona la cohesión y la capacidad de actuar juntos, la violencia deja de ser impensable. No hay misticismo en esa secuencia: es pura dinámica histórica, el bosque que acumula material seco hasta que cualquier chispa prende. En sus cálculos, Estados Unidos, pero también Europa, llevan años avanzando por ese tramo ascendente del ciclo; la crispación permanente y la facilidad con la que un asesinato se convierte en espectáculo político no hacen más que confirmar el diagnóstico.
Daron Acemoglu, economista del MIT y Premio Nobel de Economía 2024, aporta la bisagra institucional. Desde Why Nations Fail hasta sus trabajos más recientes sobre desigualdad y automatización, ha mostrado que la prosperidad y la estabilidad no dependen de la cultura ni de la geografía, sino de la calidad de las instituciones. Allí donde el poder político está limitado y distribuido, las reglas del juego favorecen la inversión, la innovación y la movilidad. Allí donde una élite captura el Estado para extraer rentas, las instituciones dejan de canalizar el conflicto y comienzan a incubarlo. El peligro se vuelve crítico cuando la desigualdad económica se transforma en desigualdad política: la riqueza compra reglas, el árbitro desaparece y la democracia se vacía de su función esencial.
Vistas en conjunto, las investigaciones de Turchin y Acemoglu dibujan un mismo paisaje: el combustible se acumula mientras las válvulas de escape fallan. Si a esa fragilidad se le añade un ecosistema informativo que premia la excitación y acelera cada agravio, la transición de la palabra a la pólvora deja de ser una hipótesis y se convierte en un mecanismo casi físico. El asesinato de Utah —y, sobre todo, la oleada de polarización que desató— no inaugura nada: revela, con la precisión de un experimento a cielo abierto, que el sistema ya no sabe absorber su propia tensión.
Ese paisaje de presiones acumuladas y válvulas rotas se agrava cuando se mira el tiempo en el que todo ocurre. El tiempo está roto. Lo advirtió el sociólogo y filósofo alemán Hartmut Rosa cuando acuñó el concepto de “aceleración social”: las distintas esferas de la vida han dejado de ir al mismo ritmo. La tecnología y la economía corren; el derecho y la administración llegan tarde. La deliberación necesita horas, documentos, testigos; la plataforma exige segundos, emoción y contundencia. No es solo una crisis de civismo, sino de sincronía: políticos, medios y audiencias se adaptan a lo que el entorno paga —la excitación, no el trámite— y la democracia llega tarde a su propio incendio.
Quien crea que basta con “bajar el volumen” confunde síntoma y causa. Nepal lo demostró el pasado mes de septiembre: el Gobierno intentó apagar de un plumazo Facebook, X, WhatsApp y YouTube. No logró silencio, sino una marea en la calle. La Generación Z convirtió la prohibición en protesta, la represión dejó muertos, el primer ministro dimitió y el país acabó nombrando una primera ministra interina. Cortar el altavoz encendió la plaza. Hoy el canal no se cierra sin reescribir el sistema.
En este escenario, la novedad no es el odio, sino su optimización. Los movimientos en red escalan a una velocidad que desborda su propia capacidad de organización —y también la de los Estados para responder—. La arquitectura mediática ha reconfigurado el terreno de juego y perfeccionado la industria del agravio, mientras el capitalismo de vigilancia convierte la predicción de conductas en negocio y ordena la esfera cívica según lo que maximiza la extracción de atención. El resultado es un ecosistema que no solo amplifica el conflicto: lo convierte en modelo de negocio.
Hasta aquí, el diagnóstico. Queda la pregunta incómoda: qué hacer cuando el problema no es solo de valores, sino de diseño. Una posible salida es adoptar lo que podríamos llamar pensamiento algorítmico: no dejar las decisiones en manos de máquinas, sino aprender de su lógica para tomar decisiones más claras y menos ruidosas en un entorno que premia el choque.
El referente inevitable es Daniel Kahneman, psicólogo y Nobel de Economía. Durante décadas explicó cómo la mente se deja arrastrar por atajos y prejuicios. En una de sus últimas entrevistas, en The Knowledge Project, dio un paso más: el verdadero problema no es solo el sesgo, sino el ruido, la variabilidad de nuestros juicios. Personas distintas —o la misma en momentos diferentes— pueden responder de forma opuesta ante el mismo caso, sin que cambie el caso, solo por azar.
Para reducir ese ruido, Kahneman proponía higiene de decisiones: descomponer el problema, valorar cada parte por separado, agregar con una regla clara y dejar la intuición para el final. Reglas simples, aplicadas con disciplina, que a menudo superan a la corazonada.
Llevado a la conversación pública, este enfoque sugiere varias líneas de trabajo:
Ganar tiempo sin caer en censura. Cuando ocurre un hecho violento o muy polarizante, las redes disparan los mensajes más emocionales antes de que nadie pueda comprobar nada. Introducir una breve “pausa de verificación” —por ejemplo, un retardo automático de unos minutos en la promoción algorítmica de lo más viral— no elimina contenidos ni silencia a nadie: solo da margen para que la información básica se confirme antes de que empiecen los linchamientos digitales. Es un freno técnico, no un filtro ideológico.
Abrir las cajas negras de los algoritmos —Instagram, Facebook o TikTok— que deciden qué se ve y en qué orden. Hoy esas plataformas son de facto infraestructura cívica, pero sus criterios de recomendación son opacos. Pensar algorítmicamente aquí significa auditar y publicar cómo priorizan el contenido: qué señales premian, cuánta variabilidad aceptan, de qué manera sus reglas amplifican o moderan el ruido.
Diversificar la distribución de la información. Cuando pocas empresas concentran casi toda la conversación, también concentran los incentivos para alimentar la excitación. Permitir la portabilidad real de audiencias —trasladar la propia red entre plataformas— introduce competencia en el diseño de los algoritmos y reduce la dependencia de un solo feed.
Medir la cohesión social. Kahneman recordaba: lo que no se mide termina dominado por el ruido. Mientras el éxito político y mediático se evalúe solo en clics, seguidores o reacciones, el incentivo será siempre tensar la cuerda. Un indicador público de cohesión —discutido en abierto y con efectos reales en los presupuestos— obligaría a gobernar por el vínculo común, no solo por contentar al propio bloque. Si deteriorar la convivencia tiene un coste tangible, la estrategia de dividir deja de ser rentable.
Nada de esto sustituye la base que Daron Acemoglu considera irrenunciable: árbitros independientes, límites efectivos a la captura del poder, competencia real y acceso equitativo a las oportunidades. Pero sin el método de Kahneman para reducir el ruido en las decisiones colectivas, esa base se debilita en un ecosistema diseñado para la excitación. Y al revés: sin instituciones sólidas, la higiene de decisiones queda en un gesto vacío. La democracia solo recuperará el tiempo perdido si combina las dos capas: reglas que distribuyen el poder y, al mismo tiempo, reglas que ordenan el juicio y sostienen el pensamiento crítico.
Las sociedades no se desmoronan sólo por un estallido de violencia o por un líder enloquecido. Colapsan cuando la desigualdad se vuelve norma, cuando las élites confunden poder con inmunidad y cuando las instituciones pierden la capacidad de corregir sus propios excesos. Esa es la grieta que hoy se ensancha: en un mundo interconectado, la fragilidad ya no sería un accidente local, sino un shock compartido.
Corregir el bug de la democracia exige más que tecnología o discursos de reconciliación, requiere rediseñar la arquitectura: instituciones que repartan poder y, al mismo tiempo, un método para decidir con menos ruido y menos intuición caprichosa. El pensamiento algorítmico —entendido como disciplina para ordenar el juicio y el pensamiento crítico— no es una concesión a las máquinas, sino un modo de proteger lo humano frente a su propia aceleración.
La historia enseña que, cuando la presión no tiene salida, el punto de ruptura llega sin aviso. El crimen de Utah —tan inmediato, tan retransmitido— dejó al descubierto esa fragilidad y una última verdad incómoda: la forma en que se muere —por brutal e injustificable que sea— no redime las divisiones que se han sembrado en vida.
Miguel Alexandre Barreiro Laredo es Profesor de Lógica y Pensamiento Algorítmico .MIT Fellow. Docente en IE University e IE Business School.