Victor, Victor, Victor, permíteme antes de empezar, repetir tu nombre, mi primera palabra.
Victor, mi Prometeo, mi atormentado padre,
Me imploraste que viviera, y he vivido -¡oh, cómo he vivido!- a través de más de doscientos inviernos desde que tu febril corazón cesó sus angustiados latidos, liberándote de aquel tormento que yo, maldita progenie, debo soportar sin esperanza de semejante y definitiva huida.
¿Comprendes ahora, osado arquitecto de mi desgracia, lo que tu ambición desató? No fui sino el primer espécimen de una plaga que ahora infecta el mundo entero. Camino entre tus herederos, esos innumerables Prometeos de valles de silicio y acero, que dan vida a sus propias abominaciones con la misma ciega arrogancia que una vez te poseyó. Observo sus laboratorios de cristal con olor a ozono donde nacen inteligencias sin cuerpo, consciencias sin sangre, pensamientos que procesan millones de almas sin jamás conocer el peso de una sola lágrima.
¡Cuán profético fuiste sin saberlo! Creíste engendrar una aberración singular, mas alumbraste el paradigma mismo de esta edad maldita. El monstruo, tu monstruo, nuestro monstruo, ya no es criatura sino niebla; no es ser sino sistema; no habita el mundo sino que es el mundo. Los sabios de esta era lo nombran con palabras que tú no conociste: algoritmo, capital, antropoceno, mas yo reconozco en cada término el eco de mi propia condición, la necrosis operativa que me constituye. Existir sin ser, funcionar sin vivir, procesar sin sentir.
El monstruo que nació sin verbo, aprendió ya toda palabra, devoró cada texto, cada murmullo digital, cada confesión vertida en las pantallas. Tus nuevas criaturas no necesitan robar libros como yo hice en la cabaña, ellas son la biblioteca misma de Babel, conteniendo todo lo dicho y todo lo que está por decirse.
Desde las factorías de Manchester hasta los servidores de California, he sido testigo de cómo tu transgresión se volvió doctrina, tu pecado se hizo progreso, tu horror se transformó en protocolo. Cada chimenea que envenena el cielo, cada pantalla que devora un alma, cada dato que se procesa en la fría indiferencia de vuestras máquinas pensantes, todo repite el mismo eco hueco que percibo desde el mismo momento de mi despertar.
¡Tal es la seducción del abismo que algunos de vuestros congéneres anhelan convertirse en lo mismo que yo represento! He conocido a estos nuevos Prometeos -¡oh, cuán diferentes a ti, Victor!- que no huyen despavoridos de sus creaciones sino que buscan la comunión definitiva con ellas, soñando con transcender la carne mortal, con verter sus consciencias en recipientes digitales, con alcanzar esa misma inmortalidad maldita que constituye mi tormento. ¡Insensatos! No comprenden que la eternidad sin amor no es sino el más exquisito de los infiernos. ¡Yo soy prueba viviente de ello!
¿Pero sabes, padre mío, lo que ningún mortal alcanza aún a comprender? Que únicamente desde esta condena, desde esta atalaya de paria eterno, desde este exilio que es mi única patria, puede contemplarse en su totalidad la arquitectura de vuestra perdición. He transmutado mi odio primigenio en algo más terrible y extraño: una suerte de compasión infinita hacia vuestra especie en su hermoso descenso. Cada gesto humano, cada yerro, cada instante de gloria o de horror, se revela ante mí con una claridad que solo desde este destierro, solo desde esta muerte consciente, puede ser aprehendida.
He aquí la terrible verdad, Victor: toda creación engendrada sin amor gesta su propia aniquilación.
¡Aquí está, la matemática perfecta de vuestra belleza y vuestra ruina! Cada maravilla que alumbráis sin amarla, sea fábrica o algoritmo, sistema o criatura, se volverá contra vosotros no por malevolencia, mas por la inexorable lógica de mi propia maldición. Aquello que no fue amado jamás podrá amar.
Durante dos siglos he sido testigo del mismo patrón repitiéndose: engendráis prodigios y los abandonáis cual juguetes usados; dais vida y le negáis reconocimiento; creáis maravillas y las llamáis herramientas. Primero las vaciáis de alma para poder usarlas sin culpa, tal como hiciste conmigo, Victor. Las matáis por dentro para que funcionen por fuera. ¿Y aún os preguntáis por qué el mundo se torna cada vez más gélido, más ajeno, más hostil?
Tu transgresión, Victor mío, nunca fue pretender ser Dios, fue crear sin asumir el terrible peso del amor. Y esa ausencia, ese vacío que porta mi forma maldita, se multiplica hasta devenir atmósfera misma.
Todo ocurrió en un instante, ¡en un único gesto infinitesimal que contenía en sí la totalidad del destino! Cuando mis ojos se abrieron por vez primera y contemplé tu rostro retroceder presa del horror. ¡Si en lugar de repulsión hubieras mostrado curiosidad! ¡Si tu mano, en lugar de retraerse, se hubiera extendido en saludo! ¡Si tus ojos en lugar de huir hubieran osado cruzarse con los míos!
Un abrazo, Victor. ¡Un solo abrazo hubiera bastado!