La secta azul de LinkedIn: ‘coaches’, gurús y el nirvana neoliberal

LinkedIn ya no es un tablón gris donde colgar currículos, sino la peste social de nuestro tiempo. Una red que comenzó como una herramienta aburrida y anodina y que ha terminado convertida en la secta digital más tóxica del mercado. No porque robe datos -que también- ni porque convierta la precariedad en norma -que lo hace-, sino porque ha aprendido a mercantilizarlo todo: el trabajo, el sufrimiento, el duelo, incluso la muerte de un perro.

El ejemplo más reciente fue un post viral que se presentaba con sirena de alarma: 🚨El cofundador de LinkedIn acaba de hablar🚨”, como si de Dios se tratara. Lo que seguía era un sermón de futurología empresarial que prometía el fin del trabajo de oficina, la extinción de los jefes, la desaparición del fichaje y el ascenso glorioso de la gig economy. Todo, bendecido por la inteligencia artificial. El mensaje era simple y adictivo: el futuro freelance no es una opción, es el destino inevitable. En diez años la mitad de la población activa será autónoma, todos ganarán más que los empleados tradicionales, y quienes no se adapten quedarán fuera del paraíso líquido de la productividad. En otras palabras: precariedad premium.

El problema no es solo que sea un mensaje en su generalidad falso, sino que funciona como una religión. LinkedIn tiene profetas, sermones y feligreses. Los profetas son figuras como Reid Hoffman o cualquier coach con aro de luz que se autopostula como gurú. Los sermones son esos posts kilométricos, con tipografías extrañas y un uso indebido de emojis que se leen como parábolas modernas, siempre con moraleja incluida y un link en comentarios. Y los feligreses somos los demás, que damos like, compartimos y fingimos que creemos en ello.

La liturgia es siempre la misma: disfrazar de aprendizaje lo que debería ser íntimo. Los posts más celebrados no son los de ascensos laborales, sino los que convierten tragedias en lecciones motivacionales. Gente que anuncia la muerte de su perro y, en lugar de simplemente llorar, asegura que el animal le enseñó más sobre liderazgo que cualquier jefe. Hijos que despiden a un padre con frases que parecen escritas por ChatGPT, donde el duelo se convierte en “recordatorio de que el networking empieza en casa”. Personas que relatan su depresión como “oportunidad de resiliencia” o su despido como “renacimiento emprendedor”. El algoritmo premia la lágrima empaquetada como producto premium. La sospecha, además, es clara: buena parte de estas reflexiones ni siquiera las escribe la persona, sino la IA. El humano pone la foto, el chatbot pone la moraleja, y LinkedIn multiplica el engagement. Un moscow mule buenísimo.

La plataforma se ha convertido en lo que Instagram fue para los cuerpos: un escaparate de lo imposible. Instagram nos enseñó que siempre había alguien más delgado, más guapo, con más abdominales y con dientes más blancos. LinkedIn nos enseña que siempre hay alguien más resiliente, más productivo, más capaz de transformar la desgracia en aprendizaje monetizable. Y al igual que Instagram generó trastornos alimenticios, LinkedIn genera ansiedad laboral (y vital): la sensación constante de que nunca haces lo suficiente, de que siempre estás atrasado respecto a la ola del futuro.

Lo perverso es que el evangelio líquido del “sé tu propio jefe” choca de frente con los datos. Según los últimos datos de la Comisión Europea, sólo el 3,0% de las personas de 15–64 años en 17 países europeos (16 países de la UE y 1 país de la AELC) realizaron algún trabajo vía plataformas en 2022, habiendo trabajado al menos 1 hora en los 12 meses anteriores a la encuesta. Este resultado proviene de una recopilación piloto de datos realizada dentro de la Encuesta de la Fuerza Laboral de la Unión Europea (EU-LFS). Además, más de la mitad de los trabajadores de plataformas digitales no tenía cobertura frente a riesgos laborales importantes: El 62,4% no estaba cubierto en caso de desempleo. El 56,3% no estaba cubierto en caso de enfermedad. El 54,2% no estaba cubierto en caso de accidentes laborales.

Aproximadamente una cuarta parte de estos trabajadores dependían de la cobertura proporcionada por otro trabajo no relacionado con plataformas para cubrir accidentes (25,1%), enfermedad (25,0%) y desempleo (23,3%). En suma: actividad minoritaria y, cuando existe, normalmente precaria en cuanto a la protección social.

La OIT ha documentado de forma consistente los ingresos irregulares, las lagunas de protección social y otros riesgos asociados a la “uberización” (y la literatura científica vincula estas condiciones con peor salud mental en repartidores y otros trabajadores de plataformas).

¿Y los cuentos de hadas virales? No encontramos evidencias serias del “recolector de setas” que factura 200.000 €. En el mundo Minecraft sí existen estudios que cobran comisiones altas -por ejemplo, encargos de hasta 90.000 $, pero no hay base sólida para generalizar sueldos de 350.000 $ anuales para “arquitectos” individuales del juego. Son excepciones llamativas, no la norma del mercado.

La política, mientras tanto, intenta poner parches. La Unión Europea aprobó una directiva que establece que, por defecto, quienes trabajan en plataformas deben ser considerados empleados, con acceso a salario mínimo, vacaciones y protección social. También ha prohibido que los algoritmos decidan despidos automáticos, obligando a las plataformas a dar transparencia sobre la evaluación automatizada. La OIT discutió en junio cómo garantizar trabajo decente en plataformas digitales: derechos básicos, negociación colectiva, protección de datos, control humano sobre algoritmos. Incluso España ha defendido extender la “ley rider” a nivel global. Pero la velocidad de la narrativa de LinkedIn supera siempre a la de la regulación. La política avanza a trompicones; la religión digital predica todos los días.

Lo más inquietante no es que LinkedIn engañe, sino que lo hace con nuestro consentimiento. Nos invita a competir no solo en productividad, sino en vulnerabilidad. En LinkedIn nadie fracasa: todos pivotan. Nadie simplemente entierra a su perro: todos encuentran en ello un curso acelerado de soft skills. Nadie se deprime: todos aprenden resiliencia. Y lo peor es que funciona. Porque en un mundo sin relatos políticos sólidos sobre el futuro del trabajo, los relatos fáciles del algoritmo se convierten en sustituto. Si la política no explica cómo viviremos y trabajaremos en los próximos años, lo hacen los gurús de LinkedIn con posts llenos de emojis. Y la gente prefiere creerlos, aunque sean falsos.

Por eso digo que LinkedIn es la peste social. Porque convierte la angustia laboral en espectáculo. Porque monetiza el sufrimiento. Porque transforma el duelo y la soledad en KPIs. Pero también porque nos da un espejo incómodo: si hemos llegado a un punto en el que la muerte de un abuelo o un perro se convierte en contenido motivacional, el problema no es solo la red. Es el vacío de nuestra conversación pública sobre el trabajo, los derechos y la vida.

Quizá algún día aprendamos que no todo tiene que convertirse en lección monetizable. Que la vida no es un post, y la muerte mucho menos. Pero hasta que llegue ese día, sigamos odiando LinkedIn. Con humor, con ironía y con escepticismo. Porque a veces odiar es la única forma sana de sobrevivir a la peste.

Y lo digo también por mí. Confieso que yo misma he sido víctima de esta secta digital. A veces peco: he escrito posts demasiado largos, he abusado de la palabra resiliencia y hasta he compartido fotos sonrientes en eventos que parecían sacadas de un catálogo de Recursos Humanos. LinkedIn tiene algo de adictivo: aunque lo odies, te arrastra. Y yo tampoco estoy libre de pecado. La diferencia es que ahora lo admito: necesito tanto una desintoxicación laboral como cualquiera que haya publicado “lecciones de liderazgo” tras la muerte de su perro.