Hijos del odio

Aristóteles recordaba que la virtud no es un don innato, sino un hábito: nos volvemos justos practicando la justicia y valientes practicando la valentía. Lo mismo ocurre con el diálogo: nos hemos deshabituado y, en su lugar, hemos adquirido la mala costumbre de embestir. La escucha se ha vuelto un ejercicio casi exótico y la crispación un reflejo automático.

Jane Goodall nunca olvidó lo que contempló en el Parque Nacional Gombe Stream, en Tanzania. Godi, un macho chimpancé, se aparta del grupo buscando un instante de sosiego para comer. Seis chimpancés lo rodean, lo acorralan, lo derriban. Los golpes se suceden con furia hasta que el cuerpo de Godi queda inerte sobre la tierra húmeda. No son depredadores, no es la lucha contra otra especie: son los suyos, miembros de una facción rival, quienes ejecutan la masacre. Aquel día, entre la espesura africana, se abrió una herida en la antropología. Desde entonces, una pregunta inquietante persigue a científicos y filósofos: ¿late también en el corazón humano ese mismo odio ancestral?

A primera vista podría parecer que el odio que inspiraban los chimpancés es de la misma naturaleza que el que se respira en nuestra sociedad. Basta mirar alrededor para encontrarlo en todas partes: insultos dirigidos a los menas, pancartas contra “Perro Sánchez”, guerras culturales que enfrentan a jóvenes y boomers como si se tratara de tribus enemigas. Abrir X o TikTok es asistir a un espectáculo constante de hostilidad: cualquier noticia, por banal que sea, acaba convertida en un campo de batalla digital que después se derrama en el bar, la oficina o el gimnasio. Sin embargo, hay una diferencia crucial con la escena que observó Goodall en Gombe. El nuestro no surge de lo más hondo de la biología; es un producto diseñado con precisión, empaquetado con eslóganes y comercializado en los escaparates de la política, la televisión y las redes sociales. No estamos ante un instinto natural: estamos ante un negocio.

Conviene decirlo sin rodeos: el odio con el que convivimos no es espontáneo ni innato. No nace de una pulsión biológica, sino que es el resultado de un proceso cuidadosamente orquestado. Se fabrica a través de relatos que dividen el mundo en bandos irreconciliables, se alimenta con miedos selectivos y se pone al servicio de intereses muy concretos. Tras cada eslogan incendiario hay un cálculo meditado, detrás de cada enemigo inventado hay una estrategia. El odio es hoy una herramienta de poder: una maquinaria que produce adhesión política, audiencia mediática y beneficios económicos.

El odio no se despliega en el vacío: es un espectáculo con sus actores bien definidos. Están, primero, quienes odian sin disimulo, los que convierten la rabia en identidad y la hostilidad en bandera. Después, los que ceden el escenario para que ese odio se exhiba: tertulias televisivas, foros digitales, parlamentos, etc. No faltan tampoco los espectadores, esa multitud que asiste fascinada al enfrentamiento como si de un reality show se tratara, compartiendo vídeos y memes. Pero los más peligrosos son los mercaderes del odio: los que saben destilar el resentimiento y embotellarlo para venderlo en campañas electorales, en audiencias millonarias o en cuotas de poder. Basta pensar en el Brexit cocinado con bulos sobre inmigrantes, en los lives de Bolsonaro inflamando a las masas o en las culture wars norteamericanas, donde cada semana se libra una cruzada por la pureza moral en universidades, bibliotecas o baños públicos. El resentimiento, convertido en mercancía, se ha vuelto un negocio global.

La ola que hoy polariza nuestras sociedades responde a cuatro causas que se retroalimentan. La primera es el modelo comunicativo de las redes sociales, que privilegia la crispación porque la indignación genera clics y la furia retiene la atención. La segunda, la coronación de la opinión sobre la verdad: ya no importa lo que es, sino lo que cada cual siente que es. La tercera, el regreso del pensamiento tribal, que expulsa el matiz y degrada el pensamiento crítico en favor de la lealtad al grupo. Y, por último, el cambio de paradigma político: la sustitución del diálogo por la confrontación, donde no se busca convencer al adversario sino aniquilarlo. Estas son las piezas del engranaje que hoy convierte el odio en nuestro pan cotidiano.

Las redes sociales son la criatura más visible de una nueva revolución industrial que ya no explota la naturaleza, sino al propio ser humano, colonizando nuestra atención y poniéndola al servicio del mercado. Su modelo de negocio no consiste en ofrecernos un servicio gratuito, sino en convertirnos en el producto. Cada minuto que pasamos en ellas, cada clic, cada reacción y cada desplazamiento de pantalla se traduce en datos que se venden y en tiempo de exposición publicitaria que genera ingresos. Por eso su objetivo esencial es retenernos el mayor tiempo posible, multiplicando estímulos para que no apartemos la vista. No comercian con información, sino con nuestra atención. Y en esa economía del tiempo cautivo, la emoción más rentable —porque es la que más nos engancha— es la indignación.

Las redes han moldeado, de manera imperceptible pero decisiva, nuestra forma de comunicarnos. Incluso quienes no las usan, no escapan a su influencia. Se han convertido en un paradigma comunicativo que desborda sus propios límites. Los códigos que imponen —la simplificación del meme, la inmediatez del tuit, la lógica binaria del “me gusta” o “no me gusta”— han colonizado también la conversación política, los titulares periodísticos e incluso la charla cotidiana. El medio es el mensaje: son el molde invisible que da forma a la manera en que pensamos, discutimos y percibimos la realidad. El “me enfada” de Facebook sustituye el argumento por la emoción. Y el bloqueo nos otorga un poder inquietante: expulsar del ágora las voces que no queremos escuchar y, lo que es peor, privatizar el espacio común de deliberación, fragmentándolo en cámaras de eco cada vez más cerradas. El paralelismo es evidente: del mismo modo que los filtros de Instagram han creado un canon de belleza que muchos tratan de imitar en la vida analógica, los algoritmos de las redes modelan nuestra manera de discutir fuera de la pantalla. Y esos algoritmos no son neutrales: premian la polarización, porque de ella extraen beneficios.

El capitalismo de la atención convierte el odio en su señuelo más eficaz. El odio es el fuego y las redes son la gasolina. No sorprende que Trump, Ayuso o Puente hayan convertido la provocación en un arte: comprendió antes que nadie que no hay estímulo más rentable que la rabia. no buscan convencer con razones, sino incendiar con eslóganes diseñados para ser retuiteados. Si quieres el poder, lo importante es cabrear. El mecanismo que usan estos tahúres del odio es perversamente sencillo: para controlar la atención basta con debilitarla y después bombardearla con estímulos crecientes. Y no hay estímulo más que el enfado. Por eso vivimos sobreestimulados de odio, entrenados a reaccionar con un clic irreflexivo ante cada provocación. Lo que en un principio parece una respuesta banal frente a la pantalla termina arraigando como un hábito vital: la costumbre de ceder al impulso. Es el camino inverso al de la maduración. Porque si madurar consiste en aprender a dominar los propios impulsos, las redes nos adiestran pacientemente en lo contrario: en obedecerlos.

Ese adiestramiento en la obediencia al impulso conecta directamente con la segunda causa de esta ola de odio: el derrumbe de la verdad como criterio compartido. La posmodernidad proclamó su muerte y nos dejó huérfanos de un suelo común. Hoy cada cual tiene “su verdad”, y en nombre de esa multiplicidad hemos glorificado la opinión personal hasta convertirla en dogma. Ya no importa lo que es, sino lo que siento que es. El hecho objetivo queda relegado; la emoción, en cambio, se erige en criterio de validación, y construimos nuestra identidad a partir de esas opiniones transformadas en artículos de fe. De modo que cualquier crítica a nuestras creencias no se vive como un ataque a lo más íntimo de nosotros mismos. Hemos hecho de la opinión una verdad por la que morir. Así, lo que debería ser una confrontación de ideas se transforma en una lucha de egos, donde discrepar equivale a agredir. En filosofía y en ciencia el enfrentamiento de posiciones contrarias es lo que permite alumbrar una verdad que, al ser de todos, nos beneficia a todos. Cuando, sin embargo, se niega la propia posibilidad de una verdad compartida y se convierte la opinión en tabla de salvación, se produce una fusión peligrosa: me identifico con lo que pienso, lo confundo conmigo y mi identidad queda empeñada en esa creencia. De ese modo, cuestionar la idea ajena ya no es una invitación al diálogo sino una agresión existencial: atacar la opinión del otro equivale, en mi percepción, a poner en riesgo mi propia existencia. En el fondo, el odio nace casi siempre del miedo —del miedo a que el otro desmonte la certeza sobre la que edifico mi vida— y por eso se vuelve tan implacable y tan difícil de razonar. Como diría Voltaire, ¿qué razonamiento puede esgrimirse frente a alguien que está convencido de que ganará el cielo si me mata?

La tercera causa que alimenta esta ola de odio es la involución del pensamiento crítico al pensamiento tribal: el paso del logos al mito. Somos animales gregarios, con una necesidad profunda de sentirnos parte de un grupo de pertenencia. Ese instinto, útil en la prehistoria para garantizar la supervivencia, sigue latiendo en nosotros. La mente ancestral no ha desaparecido, y explica por qué personas inteligentes pueden tener comportamientos irracionales: el cerebro del simio aún dicta su ley bajo la piel del ser racional. En este marco, atacar al otro no se vive como un exceso, sino como una prueba de fidelidad a la tribu de pertenencia. El insulto, la amenaza, la mentira o la negación de los hechos se convierten en rituales de lealtad a los míos. No importa tanto tener razón como demostrar de qué lado estoy. Los discursos de odio prosperan sobre este terreno. Se sostienen en la idea de que el otro pone en riesgo la existencia o la pureza de mi tribu. Es un miedo doble: miedo a ser eliminado y miedo al contagio. Por eso el lenguaje se llena de metáforas biológicas: “parásitos”, “virus”, “plaga”. Así se legitima la violencia preventiva contra el distinto. La historia reciente lo demuestra con brutal claridad: desde la propaganda nazi que presentaba a los judíos como una infección que debía ser extirpada, hasta los discursos actuales que retratan a los migrantes como una amenaza para la cultura nacional. En todos los casos opera la misma lógica: el odio se disfraza de defensa propia.

En este clima tribal, la política abandona el espacio del diálogo para convertirse en una arena de confrontación, donde ya no se busca persuadir al adversario, sino aniquilarlo. Y aquí, debemos buscar la cuarta causa: el cambio de paradigma político; la sustitución del diálogo por la confrontación. El diálogo, en su sentido clásico, es la búsqueda colaborativa de soluciones a problemas comunes; implica reconocer al otro como interlocutor válido y aceptar que solo juntos podemos acercarnos a la justicia. Pero hoy ese modelo se desvanece y en su lugar se impone la lógica descrita por Carl Schmitt: la política como distinción entre amigo y enemigo. Bajo esta mirada, el objetivo ya no es persuadir ni alcanzar acuerdos, sino eliminar al adversario. Y cuando la meta es la aniquilación del otro, se produce inevitablemente una desinhibición de todos los límites morales. En este escenario nos adentramos en lo que algunos llaman una postdemocracia: una vez destruida la noción de verdad y negada la existencia de hechos compartidos, lo único que queda es una guerra a muerte por imponer la opinión propia. La política se convierte así en un combate de trincheras donde cada bando habla solo para los suyos, reforzando identidades y cerrando cualquier posibilidad de diálogo. El auténtico peligro es que, en este juego, se rompen los acuerdos básicos que sostienen a los cimientos de la convivencia.

Pero no todo está perdido. Si el odio ha sido fabricado, también puede ser deconstruido. Propongo tres caminos posibles: el primero, recuperar el diálogo como forma de abordar juntos los problemas comunes; el segundo, cultivar la amistad cívica, esa virtud política que permite reconocernos como conciudadanos incluso en el disenso; y, por último, educar en el ars amandi frente al ars odiandi, aprender el arte de amar allí donde hoy se nos adiestra en el arte de odiar. Son tres tareas imprescindibles si queremos dejar de ser hijos del odio.

Se hace urgente practicar el diálogo. Aristóteles recordaba que la virtud no es un don innato, sino un hábito: nos volvemos justos practicando la justicia y valientes practicando la valentía. Lo mismo ocurre con el diálogo: nos hemos deshabituado y, en su lugar, hemos adquirido la mala costumbre de embestir. La crispación se ha convertido en reflejo automático, mientras que la escucha se ha vuelto un ejercicio casi exótico. Una sociedad que pierde el hábito de dialogar se convierte en una masa de individuos que viven juntos pero solos. Los griegos lo comprendieron bien: Las democracias, para funcionar, necesitan buenos agentes, y un buen agente democrático no nace, se hace. Para que un diálogo pueda darse, es necesario que existan interlocutores capaces de practicarlo, y esas capacidades —escuchar, razonar, disentir sin destruir— solo se adquieren mediante una educación ciudadana y el ejercicio constante. Que nuestros hijos practiquen el diálogo no es un lujo retórico: es la condición de posibilidad de cualquier convivencia digna de ese nombre.

La segunda tarea es cultivar la amistad cívica. No se trata de que todos nos caigamos bien, sino de reconocernos como conciudadanos, como miembros de una comunidad en la que el bien de uno está ligado al bien de todos. Sin ese vínculo, la ciudad degenera en guerra de facciones. En cambio, cuando la amistad cívica está presente, incluso la discrepancia más dura se encuadra dentro de un marco de respeto compartido: puedo combatir tus ideas, pero nunca negar tu derecho a expresarlas ni tu pertenencia a la comunidad. Los griegos, al organizar la vida de la ciudad, entendieron que por encima de los conflictos, había un vínculo cívico que los unía. Roma lo tradujo en el concepto de concordia: un latido común que permitía a la república sobrevivir a las tensiones internas. Hoy ese espíritu es más necesario que nunca. En tiempos de polarización extrema, rescatar la amistad cívica significa recordar que antes que partidarios somos vecinos, compañeros de trabajo, conciudadanos que comparten calles, escuelas y hospitales. Sin esa amistad política, la democracia se vacía y la convivencia se vuelve imposible.

La tercera tarea es educar en un ars amandi frente al ars odiandi. El odio nos rebaja porque basta con entregarse al impulso: odiar es fácil, solo requiere dejar de pensar. El amor, en cambio, exige disciplina y altura. Platón lo mostró en El Banquete: bien educado, el amor puede convertirse en una escalera que eleva al ser humano hacia la belleza, la justicia y el bien. Allí donde el odio nos encierra en lo instintivo, el amor abre una senda de trascendencia. Educar en el arte de amar significa invertir cada uno de los movimientos del odio. Si el odio simplifica, el amor busca la complejidad de los matices. Si el odio generaliza y amontona a todos los odiados en la misma categoría, el amor reconoce la diferencia y la singularidad de cada vida. Si el odio anula la razón, el amor reclama pensamiento crítico, la reflexión que domestica la emoción. Y si el odio idolatra la pureza, el amor celebra la pluralidad como fuente de riqueza. En un tiempo que nos adiestra en el arte de odiar, aprender el arte de amar se convierte en una forma de resistencia. No se trata de un sentimentalismo ingenuo, sino de un acto político de primera magnitud: afirmar que la convivencia solo será posible si enseñamos a nuestros hijos a amar allí donde hoy los entrenan para odiar.

Al final, la disyuntiva es clara. Quizá no podamos desterrar del todo el instinto tribal que compartimos con los chimpancés, pero sí podemos negarnos a ser clientes dóciles de quienes han hecho del odio un negocio redondo. La pregunta es si seremos capaces de apagar el fuego antes de que lo consuma todo.

*Eduardo Infante es filósofo y bético. Su último libro es Ética en la calle (Ariel, 2025)