En plena transición hacia una economía más verde, la digitalización se presenta como una herramienta clave para reducir impactos ambientales, optimizar recursos y acelerar el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). Pero no todo lo digital es necesariamente “verde”. Consumo energético, residuos electrónicos, brechas de acceso y cuestiones éticas hacen que la pregunta sea más compleja de lo que parece. ¿Puede entonces la digitalización ser verdaderamente sostenible?
Digitalización y sostenibilidad: ¿una dupla viable?
El concepto de digitalización sostenible no se limita a sustituir procesos analógicos por digitales. Supone incorporar tecnologías —como el internet de las cosas (IoT), la inteligencia artificial o el blockchain— bajo criterios ambientales, éticos y sociales, desde su diseño hasta su reciclaje. Para organismos como el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP), la clave está en que estas tecnologías contribuyan a la eficiencia, inclusión, trazabilidad y economía circular.
Distintos actores del sector energético, como Novaluz, Cuerva o Iberdrola, ya señalan que la digitalización será fundamental para lograr sistemas más inteligentes, flexibles y sostenibles, tanto en industrias como en hogares.
¿Dónde están los beneficios reales?
- Ecoeficiencia: reducción del uso de energía, materiales y emisiones en procesos digitalizados.
- Gestión inteligente de recursos: sensores y análisis de datos permiten optimizar consumo de agua, energía o materias primas.
- Menor uso de papel: digitalización de facturas, contratos y comunicaciones.
- Trazabilidad y transparencia: blockchain facilita el seguimiento de productos y su impacto ambiental y social.
- Inclusión social y territorial: acceso remoto a servicios, educación o empleo desde zonas rurales o aisladas.
Pero… ¿es realmente un proceso tan limpio?
No todo son ventajas. El auge del entorno digital conlleva una serie de impactos poco visibles, pero significativos. Por ejemplo, el sector digital ya representa entre el 1,5 % y el 3,2 % de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, una cifra comparable a la del transporte aéreo o marítimo. Solo en 2022, los centros de datos consumieron alrededor de 460 TWh, lo que equivale al uso energético de más de 40 millones de hogares en Estados Unidos. Y se espera que esa cifra se duplique para 2026.
El problema no es solo energético. La generación de residuos electrónicos alcanzó los 62 millones de toneladas en 2022, y apenas el 22,3 % fue reciclado adecuadamente. Esta cifra va en aumento, con una proyección de incremento del 33 % para 2030. Asimismo, algunos países ya están comenzando a legislar sobre el uso del agua en centros de datos, que representan un consumo cada vez más difícil de justificar en regiones con escasez hídrica.
Además, la digitalización intensiva puede profundizar brechas sociales si no se garantiza el acceso equitativo a infraestructuras, formación digital y conectividad. En este sentido, lo digital puede terminar reforzando desigualdades si no se regula con perspectiva inclusiva.
El caso de Banco Santander: digitalización con impacto positivo
Pero no todo ha de relegarse a la indefensión. Existen fórmulas para paliar esos efectos nocivos. Algunas de ellas como las que ciertas corporaciones, como el Banco Santander, integran para aumentar su sostenibilidad en los procesos digitales. Sin ir más lejos, creado plataformas como Gravity, basada en la nube, que ha conseguido reducir en un 70 % su consumo energético relacionado con tecnología.
Otras medidas sostenibles del grupo incluyen la digitalización de folletos —evitando el uso de más de 71 toneladas de papel al año—, la utilización de un 100 % de energía renovable en sus sedes corporativas y la implementación de políticas de “Residuo Cero” en mercados como España y Portugal. Además, el banco se ha comprometido a movilizar 120.000 millones de euros en financiación verde entre 2019 y 2025, apoyando proyectos que favorecen tanto la digitalización como la transición ecológica.
¿Hacia dónde vamos?
Está claro que la digitalización no es, por sí sola, sinónimo de sostenibilidad. Pero si se diseña con criterios éticos, medioambientales y sociales desde su origen, puede convertirse en una palanca decisiva para un futuro más limpio e inclusivo. La clave está en cómo se alimenta (qué tipo de energía), cómo se regula (con qué normas y estándares) y quién puede acceder a ella (ciudadanía, empresas, regiones).
Para que lo digital no se convierta en un nuevo foco de desigualdad o contaminación, es necesario un enfoque multidimensional: regulaciones exigentes, innovación responsable y una ciudadanía bien formada. Solo así, lo que hoy parece una paradoja —usar más tecnología para cuidar el planeta— puede llegar a convertirse en una realidad sostenible.