En 2020, la empresa polaca CD Projekt RED anunció que retrasaría unas semanas el lanzamiento del videojuego más esperado del año. El motivo era técnico: el producto necesitaba ajustes para evitar errores. La reacción de buena parte de sus usuarios no fue la comprensión de un adulto ante un contratiempo inevitable, sino una tormenta de rabietas digitales que incluyó amenazas de muerte, campañas de acoso y un aluvión de insultos en redes. Y lo inquietante no era que vinieran de adolescentes, sino de hombres y mujeres que peinaban canas. Este episodio condensa un fenómeno que atraviesa nuestra época: vivimos en una sociedad infantilizada. La inmadurez es el tema de nuestro tiempo.
Nuestra sociedad se reconoce por un patrón claro: premia la satisfacción inmediata del deseo y no tolera la frustración; vive pendiente de la aprobación ajena, alimenta el narcisismo y muestra dificultad para regular las emociones; reduce la complejidad del mundo a un simplista blanco o negro, rechaza la autocrítica y empobrece la empatía; evade responsabilidades, justifica conductas impropias y revela una incapacidad creciente para sostener compromisos. Es el mismo temperamento que encontramos en el conductor que graba y humilla al repartidor por un retraso, en el consumidor que devuelve compulsivamente ropa usada amparándose en la política de devoluciones, en las relaciones que se abandonan por un “me aburro”, en los proyectos que se dejan a medias en cuanto aparece una opción más atractiva, en el estudiante que exige aprobar por el mero hecho de haber asistido a clase, en el usuario que insulta al camarero porque el café tarda dos minutos más de lo esperado, en el viajero que grita al personal del aeropuerto por una cancelación causada por una tormenta, en el político que dimite no por asumir su error, sino porque la presión mediática lo arrincona o en el cliente que acosa por redes a un restaurante por no tener mesa libre.
La inmadurez parece haberse convertido en virtud pública. Amazon ha hecho fortuna capitalizando nuestra incapacidad para diferir la gratificación: un clic y el objeto de deseo llega a la puerta en horas, como si la espera fuera una afrenta personal. Las cualidades propias de la madurez —responsabilidad, capacidad de demora, autocontrol, juicio crítico, escepticismo, búsqueda de valores superiores— han pasado de ser metas educativas a convertirse en rarezas sospechosas, vistas incluso como frenos al progreso o a la “autenticidad” personal. Aristóteles definía la madurez como la capacidad de orientar nuestras pasiones mediante la razón; hoy, son nuestras pasiones —deseos, impulsos, emociones inmediatas— las que dictan la agenda de nuestra conducta. Los valores infantiles —hedonismo, dependencia, impulsividad— han ocupado el trono y se celebran como virtudes bajo nombres más atractivos: “disfrutar el momento”, “vivir sin ataduras”, “seguir el corazón”. Asistimos a un rito de paso invertido en el que el adulto se convierte en niño, y delega su autonomía en una heteronomía invisible que adopta la forma de un algoritmo: es otro quien decide qué película ver, qué música escuchar, qué tendencias seguir, e incluso qué indignación cultivar cada semana en la plaza pública de las redes. Lo que antaño era fruto de deliberación personal se ha convertido en un menú precocinado servido por plataformas que nos conocen mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos.
Las causas de esta infantilización son múltiples. La posmodernidad, con su culto al yo, ha invertido la curiositas: hemos dejado de mirar el mundo para concentrarnos en mirarnos el ombligo, transformando la exploración de la realidad en una obsesiva autoobservación. El capitalismo emocional promociona el deseo inmediato y convierte la insatisfacción en oportunidad de negocio: cada frustración se traduce en un nuevo producto, un nuevo curso, una nueva suscripción. La tecnología, con su promesa de inmediatez, nos entrega gratificación instantánea y nos encierra en burbujas cognitivas donde nunca se contradicen nuestras ideas, alimentando una ilusión de certeza permanente. El modelo educativo, cada vez más orientado a preservar la autoestima que a fomentar el conocimiento y el esfuerzo, transmite que lo importante no es aprender, sino sentirse bien, incluso a costa de rebajar exigencias y estándares. A esto se suma la crisis de autoridad que ha erosionado el prestigio de la familia y del resto de instituciones, dejando huérfanos de referentes sólidos a millones de ciudadanos. Y todo ello se desarrolla en el marco de una cultura de consumo diseñada para entretener, no para desafiar: textos breves, vídeos cortos, estímulos constantes que, como golosinas mentales, nos mantienen ocupados pero nunca saciados.
Las consecuencias son profundas: ciudadanos fáciles de manipular, tan dependientes como un niño de quien le suministra placer y distracción. Vivimos en la cultura del “like”, el eterno “¡mamá, mira lo que hago!”, donde la validación externa se ha convertido en la principal brújula moral. Nos incomoda cualquier experiencia dolorosa, frustrante o aburrida, y preferimos silenciarla con entretenimiento inmediato antes que afrontarla y aprender de ella. La argumentación ha cedido su lugar a un lenguaje puramente emocional, en el que el volumen de la indignación cuenta más que la solidez de las razones. En redes sociales, la frase más compartida no suele ser la más verdadera, sino la más enfática. Como escribió Peter Sloterdijk, habitamos en una cultura de la queja y el victimismo, donde la responsabilidad personal se diluye en un cómodo relato de agravios: el culpable siempre es otro —el Gobierno, la empresa, el vecino, el algoritmo— y la solución siempre pasa por exigir, nunca por actuar. Este ecosistema emocional convierte la opinión pública en un terreno fértil para el populismo y la manipulación: basta con pulsar la tecla adecuada para movilizar a miles de personas hacia una indignación exprés, tan intensa como efímera.
La salida no pasa por renunciar al placer, sino por aprender a encauzarlo. El primer paso es recuperar la virtud de la templanza: el verdadero reto es volver a entender el límite no como una privación, sino como una forma de libertad. El segundo paso es rescatar la antigua idea de felicidad como eudaimonía, que no es euforia ni bienestar instantáneo, sino plenitud vital: el florecimiento de nuestras capacidades, la coherencia entre lo que pensamos, lo que hacemos y lo que valoramos. Significa preferir una conversación profunda a una notificación, una lectura que nos transforma a un vídeo que nos distrae, una meta que requiere esfuerzo a un premio que llega sin mérito. Tal vez hoy la auténtica utopía no sea cambiar el mundo, sino cambiarnos a nosotros mismos: madurar.
Eduardo Infante es filósofo y bético. Su último libro es Ética en la calle (Ariel, 2025)