Bienvenidos al fin del mundo. El colapso como estado de ánimo

No hará falta un meteorito. Tampoco una inteligencia artificial fuera de control. Ni siquiera un apocalipsis nuclear. El fin del mundo —al menos tal y como lo conocíamos— ya está ocurriendo. No lo anuncia ningún telediario, pero se cuela en todos. No lo decreta ninguna institución, pero condiciona cada decisión que tomamos. El colapso ya no es una distopía literaria, es una condición estructural. Y como toda buena caída, viene acompañada de tres cosas: negación, espectáculo y una inercia suicida.

«Estamos en guerra». Lo repiten políticos, activistas climáticos y hasta tecnólogos de Silicon Valley. Pero esta guerra es rara: no tiene un frente claro, ni un enemigo definido. Es una guerra difusa contra la biosfera, contra la verdad, contra la esperanza. Y lo más perverso: una guerra que se monetiza en tiempo real.

El informe de IPCC de 2023 dejó pocas dudas: la ventana de oportunidad para evitar un colapso climático irreversible se está cerrando rápidamente. Necesitamos reducir las emisiones un 43% antes de 2030. En lugar de eso, han aumentado. La humanidad ha sobrepasado seis de los nueve límites planetarios, según el Stockholm Resilience Centre. ¿Traducción? Estamos utilizando más recursos de los que la Tierra puede regenerar, contaminando más de lo que puede absorber, y destruyendo equilibrios que nos mantenían vivos.

Pero más allá del dato, lo decisivo es el relato. Vivimos un fenómeno que podríamos denominar “ecoansiedad narrativa”: el colapso se ha convertido en un meme cultural. Aparece en canciones, series, chistes de bar y reels de Instagram. Sabemos que el Titanic se hunde, pero seguimos debatiendo sobre qué música poner de fondo. ¿Estop? ¿Dua Lipa? ¿Luis Miguel?

Todo a la vez y sin anestesia: la era de la hipercrisis

El planeta se quema, la democracia se tambalea, la tecnología nos sobrepasa y la salud mental global se desintegra. Pero lo vivimos como si fueran cosas separadas. Error. Lo que enfrentamos no son muchas crisis, sino una sola crisis sistémica. Algunos activistas y sociólogos como Andreas Malm definen esto como “capitalismo fósil suicida”: un sistema que no necesita ser empujado hacia el colapso: avanza hacia él por su propia arquitectura. No es que no sepa que está destruyendo el planeta. Es que no puede dejar de hacerlo sin desmontarse a sí mismo. El sistema que lo sostiene —beneficio inmediato, acumulación infinita, crecimiento perpetuo— está intrínsecamente ligado a la quema de aquello que nos mantiene vivos. No es un accidente, es diseño.

Cada vez más analistas son parte de una corriente crítica que no habla de “crisis climática” sino de colapso civilizatorio. Es un matiz crucial. Porque no se trata solo de salvar el planeta —el planeta sobrevivirá— sino de repensar qué tipo de vida humana puede sostenerse en estas condiciones.

Las guerras por recursos ya han empezado. Gaza, Ucrania, Sudán, Yemen. Pero también lo han hecho las guerras narrativas: ¿quién decide qué vidas importan? ¿Quién tiene derecho a contar el horror? TikTok, Instagram, Telegram y X (Twitter) son hoy trincheras emocionales y campos de batalla mediáticos. La guerra se juega en las pantallas, y el algoritmo elige al ganador.

En Gaza, los bombardeos conviven con stories de niños atrapados en los escombros. En Ucrania, soldados ucranianos hacen streams desde las trincheras. En México, periodistas suben denuncias a redes antes de ser asesinados. El sufrimiento se transmite en directo. Y nosotros hacemos scroll.

El algoritmo del apocalipsis

El filósofo Byung-Chul Han advertía hace años que vivíamos en la “sociedad del cansancio”: una era donde el exceso de positividad y productividad nos desactiva como sujetos políticos. Hoy, esa positividad se ha convertido en cinismo, y el cansancio en parálisis.

La economía de la atención está en su máximo esplendor. Todo es contenido. Incluido el dolor. Incluido el colapso. La guerra es cliqueable. El hambre, viralizable. El cambio climático, reelizable. El algoritmo no tiene moral: prioriza lo que genera interacción. ¿Y qué genera más clics que el fin del mundo?

Según datos del Reuters Institute Digital News Report, el 38% de los jóvenes de entre 18 y 24 años evita activamente las noticias porque les genera ansiedad o impotencia. Y no es casualidad. En un ecosistema digital que prioriza el escándalo sobre el contexto, el miedo sobre la empatía, es fácil caer en la desinformación o la desconexión emocional.

Pero desconectarse no es una opción para todos. En Sudán, la falta de cobertura informativa no es una elección, es una condena al olvido. En Gaza, cada segundo sin red es una brecha entre la vida y la muerte. La desigualdad informativa también es violencia.

¿Dónde está el futuro cuando lo necesitamos?

A nosotros nos dijeron que éramos la generación del cambio. Que teníamos más acceso al conocimiento que nunca, más herramientas, más libertad. Pero lo que tenemos es precariedad estructural, crisis de salud mental y una carrera contrarreloj para evitar el colapso. Nos entrenaron para triunfar, no para sobrevivir.

Según los informes de Talento para el Futuro, solo un 10% de la juventud ha accedido a una vivienda en propiedad, y 1 de cada 3 sigue viviendo con sus padres sin aportar ninguna ayuda económica. Según un estudio del Lancet Planetary Health, en el que entrevistaron a 10.000 jóvenes de 10 países diferentes sobre sus expectativas vitales y salud mental vis a vis el cambio climático, el 39% de los encuestados afirmó que dudaba en tener hijos debido a la emergencia climática. La natalidad cae, la ansiedad sube, y mientras tanto, los gobiernos siguen gobernando como si 2050 no existiera.

Vivimos una paradoja brutal: tenemos más información sobre el mundo que nunca, y menos capacidad de incidir en él. La distancia entre lo que sabemos y lo que podemos hacer es el nuevo abismo generacional.

Parafraseando a la filósofa Marina Garcés “El colapso no es una excepción, es la normalidad que se instala poco a poco”. Esto no es una temporada de Black Mirror. Es la vida real.

Pero eso también abre grietas. La politóloga Chantal Mouffe defendía que los momentos de crisis abren espacios para reconfigurar lo posible. Y ahí es donde entra una palabra clave: imaginación política.

Ya hay gente desobedeciendo la lógica del colapso. No en Davos, sino en cooperativas de cuidados, en asambleas vecinales, en proyectos de soberanía alimentaria, en colectivos que unen tecnología y justicia social. No serán trending topic, pero están creando futuro.

Frente al capitalismo de vigilancia, florecen alternativas como el fediverso (una red de plataformas descentralizadas como Mastodon). Frente al sálvese quien pueda, crecen redes de ayuda mutua que reinventan lo común. Frente a la devastación ecológica, surgen comunidades que apuestan por la regeneración, no solo la mitigación.

El colapso no es el fin. Es el síntoma de que lo viejo ya no da más de sí.

Warning: el apocalipsis no será igual para todos

Decir “nos vamos a la mierda” es terapéutico, pero incompleto. Porque no todos nos vamos al mismo ritmo, ni por la misma ruta. El colapso, como todo en el capitalismo, es profundamente desigual.

Mientras Europa debate cuántos refugiados “puede absorber”, países como Bangladesh, Níger o Haití ya están experimentando el colapso climático como una realidad diaria. Mientras en el norte global hablamos de “transición ecológica”, en el sur global se sufre el extractivismo verde: minas de litio, monocultivos de soja, megaproyectos que despojan comunidades en nombre de la sostenibilidad.

Y aquí la pregunta incómoda: ¿puede haber transición ecológica sin justicia global? ¿O solo estamos pintando de verde un modelo que sigue devorando cuerpos, territorios y futuros?

Resistencia no significa aguantar, sino imaginar alternativas. El filósofo Mark Fisher decía que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pero tal vez ha llegado la hora de invertir esa ecuación.

No hay recetas mágicas, pero sí brújulas. Frente al colapso: comunidad. Frente al algoritmo: conciencia crítica. Frente a la parálisis: imaginación política. No se trata de salvar el mundo, sino de cambiar las reglas del juego.

Y por supuesto, habrá contradicciones. Habrá momentos de cinismo, de agotamiento, de rabia. Pero el primer paso es dejar de fingir que esto funciona. El segundo, dejar de esperar salvadores. El tercero, dejar de pedir permiso.

Decía Gramsci: “El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer, y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Puede que nosotros seamos la generación del claroscuro. La que no llegó a tiempo de evitar el desastre, pero sí puede empezar a escribir otra historia.

Quizá el fin del mundo no sea un final, sino el principio de una pregunta: ¿y ahora qué?

*Elsa Arnaiz Chico es presidenta deTalento para el Futuro y profesora universitaria. Actualmente colabora con la Global Partnership for Education

Más Información