El día que probé el vino fue también la primera vez que escuché un fandango. El vino era un mistela, dulce y barato. El lugar, una bodega de Huelva con sus ancestrales puertas de madera abiertas de par en par, para los hombres. Un toldo descolorido impedía que el ardiente sol de la tarde entrara en aquel templo. Cruzar aquel umbral fue mi rito de paso; un punto sin retorno al niño que fui. El olor a vino viejo, a serrín húmedo y a barrica actuaba como el campo de gravitación de un agujero negro, dilatando el tiempo hasta casi detenerse, creando un horizonte de sucesos del que es casi imposible escapar. Las paredes encaladas sostenían carteles de toros y cofradías que se referían a una época mítica, fundacional y ahistórica. Aquellos carteles guardaban el eco de voces que ya no eran. En el centro de la bodega, una barra de metal actuaba como un punto de densidad infinita donde las leyes del espacio-tiempo tal como las conocemos dejan de aplicarse. Tras la barra, un camarero, con mandil blanco y pelo engominado, servía vino del condado acompañado de altramuces. La conversación en las mesas era pausada: las palabras flotaban lentamente en un aire espeso al ritmo de la percusión marcada por las fichas de dominó.
El fandango era de Paco Toronjo, que entró en aquella bodega como quien vuelve al vientre materno con el alma rota a girones. El silencio fue religioso. Se paró junto a la barra y sobre ella posó el sombrero. Pidió un medio de vino blanco. Bebió lento, como si en cada sorbo se fuera hundiendo dentro de sí mismo, mirando al abismo a los ojos y soportando la mirada que el abismo devuelve. Dejó el vaso vacío sobre la barra. Inclinó levemente la cabeza hacia el cielo, abrió la boca y por ella salió un trueno que me provocó temor y temblor:
A ese pobre pajarito
le han robado la libertad.
Aunque siempre está cantando,
no es alegre su cantar.
¿Quién sabe si está llorando?
Aquel fandango no era un canto, era llanto con alas. Su voz no cantaba, invocaba a dioses ancestrales. Su fandango recogía el llanto de los que ya no pueden llorar, de los que no saben, de los que no se atreven. Lloraba las lágrimas de los jornaleros sin tierra, de los mineros sin vida, de la carne sin amor. Todos callamos porque todos entendimos que no había nada más importante que decir. Y en ese silencio de sacristía y aguardiente, comprendí que el fandango es una camino directo a la verdad: no argumenta, te atraviesa. Un fandango es una plegaria que no pide, un rezo sin dios, un funeral sin muerto. Paco no miraba a nadie, pero nos miraba a todos. Había en sus ojos la sequía de un campo en agosto; en su voz, el viento otoñal que azota las tejas de las casas abandonadas.
El sol seguía afuera, inmisericorde. Pero yo ya no era el mismo. Algo por dentro —un nudo, una venda, un miedo— se había rasgado. Yo, que solo iba a probar el vino, descubrí el temor y temblor del alma cuando es tocada por el filo del fandango.
He vuelto a sentir ese mismo temor y temblor hace unos días: al ver Fandango, la película de Remedios Málvarez y Arturo Andújar. Como la voz de Toronjo, la cámara de Málvarez no graba, invoca y entra en las vidas de quienes llevan el flamenco no como oficio, sino como destino. La cámara se mueve por la provincia de Huelva buscando lo que Freud llamó las fuentes del Nilo, el origen de una herida ancestral que no ha dejado de latir, las raíces de un olivo milenario que no ha dejado de dar fruto y tiene como última cosecha a Rocío Márquez, Argentina, Arcángel, Sandra Carrasco, Rafael Estévez, Cristian de Moret y Jeromo Segura.
Desde las primeras imágenes, uno percibe que no está frente a un objeto artístico, sino dentro de una ceremonia íntima, honda, donde el arte no se aprende, se hereda. La tradición es el hilo invisible que teje la identidad de un pueblo, el puente entre el pasado y el presente. La cultura de un pueblo no es un conjunto arbitrario de costumbres, sino la manifestación de su conciencia, su identidad y su historia. No es el peso muerto de la historia, sino una memoria viva. No es dogma, sino punto de partida. No es algo estático, sino un diálogo constante entre el pasado y el presente. No la recibimos pasivamente, sino que la reinterpretamos a la luz de nuestras circunstancias. La tradición no es una jaula, sino un horizonte de sentido que se reinterpreta con cada generación. Que la tradición sea alas o cadenas dependerá de nuestra capacidad de pensarla, criticarla y, cuando sea necesario, trascenderla.
Y la película de Remedios Málvarez y Arturo Andújar nos ayuda a trascender, porque deconstruye la imagen masculinizada del flamenco en general y del fandango en particular. No era cierto aquello que me enseñaron de que las bodegas, el vino y el fandango eran cosas de hombres. El papel de la mujer en la transmisión de la cultura y las tradiciones de un pueblo ha sido fundamental, aunque muchas veces invisibilizado. La mujer ha sido guardiana, mediadora y creadora de significados culturales. La mujer ha desempeñado un papel central en la conservación y transformación de la identidad de una comunidad. A través de la oralidad, las mujeres han asegurado la continuidad de valores, costumbres, lengua y creencias de una tradición.
El flamenco, como tantas otras manifestaciones culturales, ha sido históricamente un mundo de hombres. Ellos mandaban en los tablaos, en las peñas y en las discográficas. El relato masculino ha sido el hegemónico. La mujer, aunque omnipresente en el imaginario flamenco, no ha tenido voz propia, y, desde la mirada masculina, su complejidad existencial fue reducida a dos únicas imágenes: sagrada madre o femme fatale, María o Eva, Virgen o Puta. La película narra como la mujer ha tenido que pelear por tener su propia voz, por su derecho a cantar su verdad sin tutela, sin idealización y sin censura.
La escena de la peña femenina de Huelva subvierte ese orden. Nos muestra un espacio creado y sostenido por mujeres, un reducto de libertad. En ese contexto, la figura de Perlita de Huelva adquiere una dimensión política y simbólica: es una mujer que no solo canta, testimonia. Tres mujeres, tres generaciones y una guitarra cantan y cuentan juntas. Cuando Perlita entona el fandango, no hay artificio. Hay historia y algo más: una reapropiación del relato. Ella canta desde sí misma, no desde lo que un hombre espera que una mujer cante. No canta para complacer, canta para existir. En sus ojos arrugados, en su voz que se agota, se puede leer una vida que no ha sido fácil, pero que ha sido suya. El encuentro entre Perlita y Argentina, mediado por la guitarra de María José Matos, es mucho más que una anécdota intergeneracional: es una transmisión de poder, de legado y de memoria. El momento en que la vieja comienza a cantar, se detiene y le pide a la joven que cante “lo que yo ya no puedo” es, en sí mismo, un acto de resistencia política y la celebración de un linaje. Dos mujeres se re-conocen y se re-gocijan. Argentina descubre desde donde canta y Perlita ahora tiene la certeza que sus cante no morirá con ella. La cámara de Remedios no se impone, no se entromete, observa como testigo de un rito sagrado. Perlita es la voz de la memoria, de una verdad sin domesticar; Argentina es la voz renovada que canta posando los pies sobre huellas antiguas. A ambas las sostiene la misma tierra y, por ello, la una puede decirle a la otra «esto también es tuyo.» El rostro joven reconoce en el viejo la lucha por visibilizar a la mujer; el viejo se emociona al contemplar el fruto de su lucha. La escena sobrecoge por su magia: los rostros del dios Jano se miran a los ojos por vez primera.
Las mujeres han cantado en los márgenes, a veces en la penumbra, otras muchas como guardianas del eco de los hombres. El encuentro entre Perlita y Argentina es una restitución natural del lugar de la mujer en el flamenco. Es el presente reconociendo a su raíz sin paternalismo, y la raíz bendiciendo al presente sin envidia ni adanismo. Es sororidad verdadera; una lección de historia no escrita sino captada por la delicada cámara de Málvarez para la eternidad. Argentina es una nueva rama de un árbol antiguo; la continuidad trasformada de un grito ancestral. El fandango es un flamenco que no se rompe, se ramifica. No se hereda por la sangre, sino por la mirada y esto lo convierte en un arte universal. Este grito que mana de las entrañas de la tierra onubense conmueve a un japonés en Tokio, a un neoyorquino en el Village, a un marroquí en Tánger. Anclado a una tierra, habla a la humanidad entera. La expresión de lo insoportable no necesita traducción. Nombra lo innombrable. Activa memorias más antiguas que el lenguaje. Es un grito mestizo por el que resuenan muchas memorias heridas. Es el arraigo de los desarraigados; la voz de los sin voz. Cuando al final del documental, Rocío Márquez lanza un fandango desde la mina de Rio Tinto, no está ejecutando una técnica vocal, está abriendo una herida por la que sangra la humanidad entera. Por su boca salen los llantos de los mineros y el grito de una madre tierra abierta en canal. Su voz es una azada que remueve el silencio con el que se han sepultado las voces de los hombres de manos callosas, que bajaban a los infiernos, para dejarse el aliento en el cobre y la miseria. “Y mis ojos se humedecieron y terminé por llorar”.
*Eduardo Infante es filósofo y bético. Su último libro es Ética en la calle (Ariel, 2025)