Simone de Beauvoir reflexionó en La vejez sobre cómo enfrentamos ciertos fenómenos inevitables de la naturaleza. “Es imposible enfadarse con un huracán, un terremoto o con la vejez”, escribió, recordándonos que hay fuerzas que escapan a nuestro control. Tal vez sea esa misma sensación de impotencia la que nos lleva a pasar de puntillas sobre los titulares de desastres climáticos, mientras que asuntos como la obsesión de Donald Trump con Groenlandia permanecen más tiempo en la conversación pública.
La propuesta de Trump de comprar Groenlandia puede parecer una anécdota, pero revela hasta qué punto las decisiones políticas, económicas y ambientales están entrelazadas en un sistema global cada vez más desequilibrado.
¿Podría Groenlandia, de algún modo, apagar los incendios de California? La pregunta parece absurda y un tanto descabellada, pero no lo es tanto si examinamos los hilos invisibles que unen el cambio climático, la geopolítica y la economía mundial. En un planeta donde todo está conectado, cada pieza encaja en un puzzle que nos afecta a todos.
Groenlandia: el nuevo objetivo de Trump
En un giro sorprendente, Donald Trump ha vuelto a poner en el centro del debate su controvertida propuesta de adquirir Groenlandia, una isla rica en recursos naturales y estratégicamente ubicada en el Ártico. Durante las últimas semanas antes de su regreso a la Casa Blanca, Trump ha declarado que la adquisición de Groenlandia es una «necesidad absoluta» para la seguridad nacional de Estados Unidos. Este esfuerzo forma parte de lo que algunos medios han llamado su ambiciosa y polémica «agenda de anexión», que también incluye recuperar el Canal de Panamá y explorar la posibilidad de presionar a Canadá para integrarse como el estado 51.
Trump argumenta que Groenlandia es clave para contrarrestar la creciente influencia de China, que en los últimos años ha intensificado sus esfuerzos por aumentar su presencia económica y estratégica en la región ártica. Con grandes reservas de minerales críticos y una ubicación que permite un control privilegiado sobre las rutas del Atlántico Norte, Groenlandia se presenta como un activo estratégico crucial para Estados Unidos. Sin embargo, este enfoque extractivista ignora las profundas implicaciones ambientales y climáticas de la explotación intensiva de recursos en una región ya vulnerable al cambio climático.
La insistencia de Trump en este tema ha generado reacciones polarizadas. Mientras que algunos aliados republicanos aplauden la propuesta como parte de una estrategia geopolítica audaz, otros la consideran una provocación más destinada a desviar la atención de cuestiones internas más urgentes. Por su parte, en Groenlandia, los líderes locales y la población han rechazado rotundamente la idea, dejando claro que no están interesados en abandonar su histórica relación con Dinamarca. «No podemos ser comprados», enfatizan los residentes, subrayando su compromiso con su soberanía y su modelo de desarrollo sostenible.
Groenlandia: un espejismo económico
Mientras Trump subraya el valor estratégico y económico de Groenlandia, es crucial examinar con rigor las implicaciones reales de explotar sus recursos naturales. La minería en Groenlandia podría parecer una solución atractiva para obtener ingresos inmediatos y responder a la creciente demanda de materiales críticos, especialmente para tecnologías sostenibles como las energias renovables. Sin embargo, esta visión extractivista—por muy seductora que sea a corto plazo—podría intensificar los problemas climáticos que busca solucionar.
Desde 2002, la capa de hielo que cubre el 80% de Groenlandia ha perdido un promedio alarmante de 273.000 millones de toneladas métricas de hielo al año. Este deshielo, impulsado por el aumento de las temperaturas globales, está transformando la región de manera irreversible. Aunque las nuevas condiciones facilitan la extracción de recursos como níquel, cobalto y harina glaciar, además de abrir rutas comerciales estratégicas, estas actividades agravan los riesgos climáticos globales al desestabilizar ecosistemas clave.
Groenlandia y los incendios de California: ¿existe una conexión?
La idea de que Groenlandia pueda «apagar» los incendios de California puede parecer absurda a primera vista, pero pone en evidencia una realidad más profunda: la compleja y frágil interconexión del sistema climático global. Los cambios que ocurren en el Ártico, como el acelerado deshielo de Groenlandia, están desencadenando repercusiones indirectas pero significativas en fenómenos extremos como los incendios forestales en otras partes del mundo.
California enfrenta incendios devastadores, agravados por sequías prolongadas y temperaturas récord nunca vistas. A comienzos de enero, los vientos Santa Ana, con ráfagas de hasta 160 km/h, avivaron incendios forestales en el sur del estado en una época poco común para estos eventos. Estos vientos, fundamentales en la dinámica climática de California, están condicionados por patrones atmosféricos globales como el jet stream, una corriente de aire que regula los sistemas climáticos del hemisferio norte.
Según un estudio reciente de la NASA, el calentamiento acelerado en el Ártico es el responsable de un jet stream más ondulado y errático, lo que prolonga fenómenos extremos como sequías, inundaciones e incendios forestales. Este fenómeno, conocido como atmospheric blocking, ocurre cuando anomalías persistentes en el jet stream hacen que los sistemas climáticos se estanquen en una región durante días o semanas, intensificando sus efectos destructivos.
Desinformación climática: un riesgo que no podemos ignorar
El cambio climático no solo enfrenta desafíos ambientales, sino también obstáculos sociales y políticos que frenan la acción urgente requerida para mitigar sus efectos. Entre estos desafíos, la desinformación climática ha emergido como un fenómeno alarmante, impulsado por líderes y plataformas tecnológicas que priorizan intereses cortoplacistas sobre el bienestar global.
Durante su primer mandato, Donald Trump desacreditó repetidamente la existencia del cambio climático, calificándolo de «engaño». Esta narrativa provocó un retroceso drástico en las políticas ambientales de Estados Unidos, incluyendo la retirada del país del Acuerdo de París, drásticos recortes en el presupuesto de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) y la eliminación de regulaciones clave diseñadas para reducir riesgos climáticos.
Además de debilitar las políticas ambientales, la administración Trump deslegitimó investigaciones científicas avaladas por más de 300 expertos y 13 agencias federales, que advertían sobre graves implicaciones sociales y económicas derivadas del cambio climático. Su gobierno incluso destituyó a funcionarios clave encargados de mitigar estos riesgos, en lo que se percibió como un intento deliberado de silenciar a la ciencia.
Más allá de las políticas gubernamentales, la desinformación climática ha encontrado en las redes sociales un aliado formidable. Plataformas como X (antes Twitter) y Meta han permitido la proliferación de narrativas falsas bajo el pretexto de defender la libertad de expresión. Aunque algunos argumentan que esto responde a un compromiso con la neutralidad, las consecuencias tangibles son claras: escepticismo hacia la ciencia, polarización social y un retraso crítico en la implementación de políticas climáticas urgentes.
Elon Musk, a través de su control sobre X, ha dado visibilidad a narrativas controvertidas sobre fenómenos ambientales y sus causas. Su adquisición de la plataforma ha contribuido a que la desinformación se disemine con mayor libertad bajo la bandera de la «neutralidad informativa». Por su parte, Mark Zuckerberg, con Meta, ha sido criticado recientemente por desmantelar herramientas de verificación de datos, facilitando la expansión de teorías conspirativas que hace apenas semanas intentaban limitarse. Aunque estas decisiones suelen justificarse como una defensa de la libertad de expresión, en la práctica han reforzado un entorno digital donde la desinformación prevalece sobre los hechos.
Permitir que figuras influyentes amplifiquen la desinformación representa una amenaza directa no solo para la sostenibilidad del planeta, sino también para los fundamentos de la democracia. Los efectos de este escepticismo climático no son meramente discursivos; se traducen en vidas perdidas, daños ambientales irreversibles y costos económicos incalculables. Ignorar la ciencia ya no es una opción en un contexto donde los costos de la inacción son tan devastadores.
El coste del cambio climático: más allá de las pérdidas humanas
El cambio climático no es solo una cuestión ambiental. Sus efectos, sean producto de la acción humana o de ciclos naturales —un debate que, quizás, podamos dejar para otro artículo más extenso —, están teniendo impactos tangibles en sectores clave de la economía global. Este análisis se centra en las consecuencias visibles y concretas que afectan a todos independientemente de la postura ideológica, política o científica frente al fenómeno.
Sectores como el inmobiliario y el asegurador enfrentan una crisis marcada por el aumento de primas y la incapacidad de proteger propiedades situadas en zonas de alto riesgo. Los incendios en Los Ángeles son un ejemplo evidente de esta realidad. Según J.P. Morgan, las pérdidas aseguradas se estiman en 20.000 millones de dólares, mientras que AccuWeather sitúa el impacto económico total en una cifra que oscila entre 135.000 y 150.000 millones de dólares, convirtiendo este desastre en uno de los más costosos registrados en California.
Empresas aseguradoras estadounidenses como Mercury General y Allstate han sufrido caídas importantes en el valor de sus acciones. Este fenómeno, sin embargo, no se limita a Estados Unidos, ya que aseguradoras europeas también reportan pérdidas considerables debido al aumento de eventos climáticos extremos. Esto refleja tanto la vulnerabilidad de la industria aseguradora como la interconexión económica global frente a estos desastres.
Esta situación ha dado lugar a los llamados «desiertos de seguros», áreas donde las aseguradoras han optado por abandonar el mercado debido al nivel elevado de riesgo y a la imprevisibilidad de los costes. Analistas de Moody’s y Morningstar advierten que esta tendencia podría dejar a miles de propietarios sin acceso a seguros asequibles, aumentando así la vulnerabilidad de las comunidades afectadas.
En respuesta, el Comisionado de Seguros de California, Ricardo Lara, ha implementado medidas de emergencia, incluyendo una moratoria que suspende las cancelaciones y no renovaciones de pólizas durante un año. Sin embargo, estas acciones representan solo un alivio temporal frente a una crisis que requiere un replanteamiento estructural más profundo.
Los desastres naturales no solo desafían la estabilidad de las aseguradoras, sino que también alteran el panorama económico global. La discusión debe avanzar más allá de las causas del cambio climático para enfocarse en cómo afrontar sus efectos inevitables.
Es crucial diseñar regulaciones adaptadas, promover incentivos para la resiliencia climática e invertir en infraestructura sostenible como estrategias esenciales para esta nueva realidad. Porque, al final, tanto quienes buscan explicaciones científicas como quienes las cuestionan enfrentan el mismo desafío: los costes de la inacción no distinguen entre ideologías ni fronteras.
Tres retos y muchas soluciones: el camino hacia la resiliencia climática
En un planeta cada vez más golpeado por la crisis climática, las soluciones no están escondidas bajo tierra ni en minas remotas como las de Groenlandia. Las verdaderas respuestas están frente a nosotros, en los ecosistemas que hemos descuidado durante décadas. Manglares, humedales, bosques y glaciares no son solo paisajes: son barreras vitales que protegen nuestras vidas y economías. Protegerlos no es únicamente un imperativo moral o ambiental; es una estrategia económica inteligente.
El camino hacia la resiliencia climática requiere enfrentar tres grandes desafíos: reconocer el valor de la naturaleza, reconectar a la sociedad con su entorno y coordinar esfuerzos entre sectores. Superarlos es posible con acciones decididas y estratégicas.
Reconocer el valor de la naturaleza más allá de lo evidente
Los incendios en California y las tormentas que arrasan costas a lo largo del mundo nos muestran, cada vez con mayor intensidad, que los ecosistemas no son solo recursos: son las infraestructuras naturales que sostienen nuestras vidas. Los manglares, por ejemplo, no son solo una línea de vegetación costera, sino una barrera que mitiga el impacto de las tormentas y las inundaciones. Los bosques no solo actúan como sumideros de carbono, sino que regulan el clima y evitan la propagación de incendios.
Es difícil valorar algo cuando no se entiende su función. Solo cuando un ecosistema desaparece, entendemos el coste real de su pérdida. En California, los incendios forestales no solo arrasan con paisajes, sino que ponen a la industria aseguradora al borde del colapso. Los ecosistemas, como los bosques, deben ser reconocidos por su valor integral, tanto ambiental como económico.
Reconectar a la sociedad con su entorno
La gente no cuida lo que no conoce, y este es el segundo gran reto: hacer que las personas reconozcan la importancia de la naturaleza en su vida cotidiana. Muchas veces no somos conscientes del papel crucial que desempeñan los ecosistemas hasta que nos enfrentamos a las consecuencias de su desaparición. La educación y la sensibilización son fundamentales para revertir esta desconexión.
Proyectos de reforestación participativa y la restauración de áreas verdes urbanas son algunas de las formas en las que las comunidades pueden involucrarse directamente en el cuidado de su entorno. No se trata solo de plantar árboles, sino de cultivar un sentido de pertenencia y responsabilidad. Cuando las personas se sienten parte de la solución, la acción colectiva se convierte en una poderosa herramienta para frenar la degradación ambiental.
Coordinar esfuerzos para maximizar el impacto
La crisis climática no puede ser solucionada por un solo actor, sector o país. Es un problema global que requiere una respuesta coordinada entre gobiernos, empresas, universidades y comunidades. Aquí entra en juego la tecnología, que puede ser la gran aliada para unir todas estas piezas.
Las herramientas avanzadas, como los modelos predictivos basados en inteligencia artificial generativa (IA), están revolucionando la gobernanza y también la manera en que gestionamos los riesgos climáticos. Estas tecnologías procesan datos en tiempo real sobre factores como clima, topografía y patrones históricos de desastres, generando recomendaciones específicas para intervenciones preventivas y la definición de políticas públicas basadas en datos, y no en intereses políticos, personales o cortoplacistas.
En universidades, centros tecnológicos e instituciones de investigación, estamos perfeccionando estas herramientas para que se adapten a las necesidades locales y sectoriales, ofreciendo soluciones dinámicas y escalables a nuestra economía y sistema político.
Un ejemplo innovador es el marco de resiliencia que estamos desarrollando en el Special Program for Urban and Rural Studies del Massachusetts Institute of Technology (MIT). Este proyecto combina evaluaciones de riesgo en tiempo real con planes de acción diseñados específicamente para sectores vulnerables, como el asegurador.
La democratización de la resiliencia es el eje de esta iniciativa: hacerla accesible para todos. Estas estrategias no solo buscan reducir riesgos económicos, sociales y humanos, sino que también apuntan a disminuir costes, desde primas de seguros hasta las pérdidas económicas que se producen tras un desastre. Además, este enfoque innovador tiene el potencial de atraer financiamiento verde y conectar a los actores locales y globales con programas de resiliencia.
Más allá de la mitigación de riesgos, la iniciativa representa una oportunidad para transformar el desarrollo sostenible y preparar a las comunidades frente a un futuro cada vez más incierto, donde la resiliencia climática no debe ser ni un lujo ni una aspiración lejana, sino una necesidad urgente y una oportunidad transformadora para nuestras economías y comunidades.
Una llamada a la acción colectiva: hacia un futuro resiliente
Los incendios en California y otros desastres climáticos nos recuerdan una verdad ineludible: el cambio climático no espera. Sus efectos no son abstractos ni lejanos; están aquí, desafiando economías, ecosistemas y vidas humanas. Como sociedad, tenemos la responsabilidad de priorizar soluciones sostenibles y colaborativas. Invertir en resiliencia no es solo una decisión estratégica, sino un imperativo ético que asegura un futuro más sostenible para las próximas generaciones.
Es fundamental reconocer que estos desastres no son inevitables. La destrucción de ecosistemas, la deforestación masiva y la explotación de recursos naturales en lugares como Groenlandia no son obra de la naturaleza, sino de decisiones humanas, instrumentalizadas a través de políticas públicas. No podemos culpar a huracanes o terremotos por las crisis que, en muchos casos, hemos fomentado a través de la negligencia y la obsesión por beneficios económicos cortoplacistas.
En este momento crítico, el escepticismo hacia la acción no es una opción. La conversación debería ir más allá de las causas del cambio climático para centrarse en cómo prepararnos ante los impactos de los desastres que ya estamos viviendo. Estos impactos son tangibles en sectores clave de la economía global. Ya contamos con soluciones viables y probadas, como las soluciones basadas en la naturaleza y las tecnologías avanzadas, que pueden mitigar riesgos y transformar nuestra relación con el planeta. Lo que necesitamos ahora es determinación y gobernanza para implementarlas.
Este no es el momento de dudas ni de pasividad. Reflexionar sobre los errores del pasado es importante, pero el verdadero cambio se produce cuando transformamos esa reflexión en acción concreta. Necesitamos exigir políticas climáticas responsables, adoptar tecnologías que protejan en lugar de destruir, y restaurar ecosistemas como un medio de prevenir futuros desastres.
Si bien no podemos enfadarnos con las fuerzas de la naturaleza, sí debemos dirigir nuestra indignación hacia las decisiones humanas que nos han llevado a este punto crítico. Aún estamos a tiempo de cambiar el rumbo. La acción colectiva no es solo una opción; es nuestra única esperanza de construir un futuro más justo, sostenible y habitable.
Ahora nos toca elegir: ¿aceptaremos un mundo moldeado por la crisis climática, o tomaremos las riendas para diseñar un futuro donde la resiliencia y la sostenibilidad sean la norma?
* Miguel Alexandre Barreiro-Laredo es investigador en el MIT, profesor en IE University y asesor del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en la Unidad de Respuesta a Crisis. Sus proyectos combinan tecnología, sostenibilidad y empoderamiento comunitario para mitigar riesgos climáticos y promover economías inclusivas.