Estaba triste, muy triste. Más que eso: tenía una depresión diagnosticada. Pero miraba un árbol y la vida volvía a tener cierto sentido. De hecho, cuando un día ese árbol que podía ver desde la ventana del piso en el que vivía entonces fue tapado por unas obras, se dio cuenta del brutal desasosiego que empezó a sentir. Luego, años después, cuando ya había tomado la decisión de mudarse a un lugar con menos cemento y con más árboles, detectó que su hija, apenas bebé, agarraba la tierra y se la metía en la boca con una decisión pétrea. Empezó a preguntarse por qué, a convertir su intuición en un argumentario basado en opiniones de expertos y muchísimos datos que hacen tambalear una previsión problemática: que desde 2008 hay en el mundo más población urbana que rural y la tendencia es que esto continúe, si no lo remediamos antes, claro. Pero, ¿tiene sentido hacerlo? Parece que sí, sobre todo si queremos ahorrarnos dinero en, sin ir más lejos, el sistema sanitario. Sólo en EEUU la tasa de suicidios se ha incrementado un 25 por ciento desde 1999, según la BBC. En España tampoco vamos mal, sobre todo entre jóvenes: es ya la principal causa de muerte en esta franja poblacional. ¿Qué nos está pasando? La que miraba los árboles y se calmaba, la madre del bebé que comía tierra con determinación, trabajó sobre una hipótesis contundente: a medida que nos alejamos de nuestro ser natural, más enfermedades nos devastan.
La autora de toda esta investigación que pone en tela de juicio que el desarrollo urbano sea realmente una evolución prodigiosa, al menos tal y como la estamos realizando hasta ahora, es la periodista inglesa Lucy Jones. Hace un tiempo publicó todo ello en un libro genial sobre la necesidad que los seres humanos tenemos de estar en contacto con la naturaleza: Perdiendo en el Edén, se titula la obra, editada por Gatopardo. Dice que le llevó ocho años. Poco se ha leído, me parece. El libro prueba que nos reequilibramos cuando pasamos tiempo en espacios verdes: se mejoran funciones inmunológicas, se reducen los pensamientos recurrentes, se activa la calma y la relajación en nuestra actividad cerebral, disminuye la inflamación y mejora la microbiota intestinal. Todo ello impacta directamente en nuestra salud mental. Además estimula algo que también estamos perdiendo: nuestra capacidad de observar y asombrarnos. Un lujo a nuestro alcance que, sin embargo, no nos damos. Pocas cosas hay más terapéuticas que dejarnos seducir por una caminata en un bosque o un chapuzón en el mar o en un río salvaje: los ruidos y olores asociados a ese tipo de actividades nos conectan con otro tiempo, con una calma primigenia y cabal. Está comprobado, por ejemplo, que el olor de la tierra después de llover activa las áreas de calma en el cerebro. Eso tiene un nombre, ‘petricor’, que se activa a partir de un compuesto con otra música preciosa: ‘geosmina’. De hecho, los llamados ‘baños de bosque’ equilibran el sistema nervioso, según un gran estudio de la Universidad de Edimburgo.
En este libro de Lucy Jones, que se debería conocer más y tener presente a la hora de tomar decisiones de índole pública para mejorar realmente la vida de la gente, la autora cuenta que los niños en Inglaterra están menos tiempo al aire libre que los presos. Es fuerte. Cuenta también que justamente algunos presos son sometidos a programas en los que se les inculca el arte de la jardinería y la horticultura para avanzar en su reinserción social. No se puede decir que sean soluciones muy caras de implementar. Al revés, son sencillas y eficaces. Entonces, ¿por qué no tratamos de modificar nuestro rumbo?
Plantar, sembrar, de hecho, implica paciencia y fe en que en algún momento crecerá: si sembramos o plantamos algo es porque tenemos la esperanza de verlo transformado algún día. Es decir, ese gesto que estamos olvidando genera confianza en futuros posibles, algo que perdemos día a día en este mundo veloz y caótico en el que muchas personas no ven horizonte. Y eso, en realidad, es bastante lógico porque ‘literalmente’ nuestra mirada termina en una pantalla, un muro, otra pantalla, otro muro y vuelta a la pantalla. Estamos generando interacciones que eliminan la perspectiva y el “ver más allá”, creando un claro malestar asociado a este hábito que se extiende como una plaga. Sólo tienes que observar a tu alrededor en el metro, por ejemplo, y verás que la perspectiva es cada vez más corta: saturados de pantallas y alejados de la interacción directa, ni hablemos ya de disfrutar de tiempo de calidad en entornos no construidos. En fin, que así estamos y en esa lógica no sólo los presidiarios sienten finitud y necesidad de reinserción: digamos que esta sensación de hastío es, cada vez, más creciente en el grueso de las sociedades contemporáneas occidentales.
La falta de sentido sobre nuestra existencia nos está aplastando como una losa y el contacto con la naturaleza es una forma de salir de esa frustración y de esa apatía. Autores como Richard Louv lo han denominado ‘trastorno por déficit de naturaleza’ e implica que este alejamiento tiene consecuencias en nuestra salud mental y física. Da igual si la naturaleza en principio no te interesa: la necesitas. Estudios londinenses probaron que se prescriben menos antidepresivos en zonas con mayor cantidad de árboles. De nuevo, ¿por qué nos tiramos piedras en nuestro propio tejado?
Es una utopía pensar que vamos a regresar a las zonas olvidadas para vivir en armonía con el entorno natural de forma masiva. Sería lo más justo porque en entornos naturales la llamada ‘equigénesis’, término acuñado por Ritch Mitchell que refiere a poner coto a las desigualdades socioeconómicas que están implicando ya también problemas sanitarios vinculadas al acceso o no a zonas verdes, por ejemplo, tiene más alcance. Pero ojo, aunque mudarse a zonas no tensionadas, es decir, a la España olvidada, pueda ser una solución espectacular para quienes están tratando de iniciar un proyecto de vida -jóvenes que en las ciudades no llegan a fin de mes y comparten piso hasta que les salen canas y más allá-, tampoco es que residir en zonas rurales termine con la depresión: no es una ‘cura’, pero sí una ayuda para lograr un reequilibrio emocional que estamos perdiendo. Además de metros cuadrados disponibles para estirarnos en libertad: es bastante loco tener tanto territorio deshabitado y acumularse como sardinas en lata a precios de vergüenza en grandes capitales y luego necesitar pastillas para sentirnos mejor. Hay que reorientar los futuros posibles y empezar a incorporar el catálogo de posibilidades de una vida más vinculada al entorno rural en nuestras sociedades. No es el pueblo del siglo pasado que abandonaron nuestros padres y abuelos porque no había nada más que penurias. Al contrario: las penurias hoy están en quienes acumulan trabajos precarios en ciudades en las que no se puede ni respirar.