El arte es una mentira que nos acerca a la verdad.
Pablo Picasso
Un magnate cripto, tras pagar los correspondientes 6 millones de euros, se comió el plátano que formaba parte de ‘Comedian’, una obra del maravillosamente provocador Maurizio Cattelan.
Dejando de lado lo intrínsecamente ofensivo de la gracieta hacia quien no puede pagar un kilo de plátanos, el tal Justin Sun nos revela, de forma probablemente inconsciente, una de las claves del oscuro conflicto que define nuestro tiempo.
Su gesto, este acto de vandalismo adolescente, es un síntoma de algo más profundo: la constatación de la brutal erosión sistemática de la separación entre realidad y ficción.
El espacio del arte es el santuario donde las ficciones pueden correr libres, nos ofrece un lugar seguro donde encontrarnos con nuestros mitos y nuestras fantasías. Junto a la religión, el arte nos da permiso a habitar lo inverosímil.
Para salvaguardar la distancia entre ficción y realidad creamos dispositivos que hemos de atravesar ritualmente para entrar en un mundo que no se rige por las reglas de lo cierto: la taquilla de un cine, el pórtico de una catedral, la entrada de museo, la cubierta de una novela, el ritmo de un poema, unas gafas de realidad virtual o el marco de un cuadro.
Estos dispositivos no solo nos invitan a suspender la incredulidad, sino a establecer un pacto colectivo con nuestras fantasías, nos indican que aquello que está fuera del marco tiene grandes probabilidades de ser real. Y así, el arte, al hacerse cargo de nuestra locura colectiva, ayuda indirectamente a la sociedad a disponer de una cordura compartida.
Con una acción que paradójicamente nunca podría ser realizada por un artista, aparece la performance involuntaria del tal Justin: comerse un plátano para hacer saltar por los aires la sagrada división entre arte y realidad.
Imagino al pobre plátano gritando como la pipa de Magritte: ‘Eh, Justin! Ceci n’est pas une banane! No soy una fruta, no me comas, soy arte, un símbolo, una historia que no te pertenece.’
Por 6 millones masticó el Cattelan, por un poco más podría usar un Rothko de alfombra, o el mármol del David para hacer ceniceros. Justin, porque es muy rico, se otorga el derecho a pinchar nuestra frágil burbuja simbólica, decirnos que los Reyes Magos son los padres, darnos ese golpe de objetividad que consiste en decir que, efectivamente, un plátano no es más que una fruta, que las Meninas es una mezcla más o menos ordenada de pigmentos, o que la verdadera función del Arte es la de servir de valor refugio para fondos de inversión.
Curiosamente, en este proceso de transformación de los sueños en valor meramente utilitario, la única fantasía en la que Justin se permite creer es en la mayor de todas las ficciones: la abstracción algorítmica del mercado especulativo.
Esta grosera profanación a la que asistimos contiene una declaración de intenciones: Justin quiere dejar claro que la distinción entre ficción y realidad no es más que una cuestión de poder.
Musk, el santo patrón de la oligarquía tecno-capitalista, pagó 44.000 millones de dólares para, en lugar de un plátano, comerse crudo un bonito pájaro azul. Todo ello para demostrar, con el descaro que su obscena fortuna le permite, que la verdad es aquello que él decide que es verdad. Su ‘free-speech absolutism‘ consiste principalmente en permitir que la ficción colonice el poco espacio que le quedaba a las certezas.
La consecuencia de desacralizar las estructuras simbólicas que sostienen la cultura, entendida ésta como la suma de las creencias colectivas, es la imposibilidad de alcanzar consensos sobre lo que es real, sembrar la duda sobre los fundamentos sobre los que construir una sociedad e impedir imaginar un futuro compartido.
Este esfuerzo se une al empeño en igualar la naturaleza de la ficción a la de la realidad objetiva. Es significativo escuchar el reciente debate entre Jordan Peterson y Richard Dawkins, con Dawkins representando el tradicional espíritu crítico y científico e intentando, sin éxito, que Peterson, gurú intelectual y sacerdote de referencia de la nueva derecha, se pronunciara con nitidez sobre esa diferencia entre mito y realidad. Para Peterson el Dragón de San Jorge, o cualquier símbolo arquetípico de la cultura, preferentemente occidental, es objetivamente tan real como la piedra que cae o la sangre que fluye.
Tratamos las mentiras como si fueran comestibles, diluimos las verdades en opiniones banales.
El hombre es un ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre es una metáfora de sí mismo.
Octavio Paz
Hemos encontrado nuestro talón de Aquiles. No hace falta provocar una guerra, ni instigar una revolución, ni tan siquiera financiar un golpe militar. El truco consiste en aprovechar nuestra frágil naturaleza simbólica para destruir aquello que nos permite dar sentido al mundo. La evidencia siempre ha estado frente a nosotros: la batalla sobre la que se dirime el futuro es, efectivamente, cultural.
Si liberamos las ficciones de su confinamiento se convierten en monstruos, como los Gremlins tras alimentarlos pasada la medianoche. Sueltas por la ciudad, convertidas en bulos de dientes afilados, comienzan a destrozarlo todo, desgarrando el tejido que nos mantiene unidos: la razón, la ciencia, la autoridad experta, la igualdad, la diversidad, los derechos humanos, el sentido común, la compasión, la comunidad.
Es sobre estas ruinas donde algunos pretenden sembrar nuevas historias que legitimen su derecho divino a reinar sobre nosotros, historias que dibujan el mapa de la distopía tecno-feudal: el héroe libertario que se yergue sobre la mediocridad colectiva, el mercado convertido en oráculo algorítmico, el viejo orden de jerarquías naturales, el futuro lejano como excusa para posponer la justicia del presente.
Historias que buscan transformar la complejidad del mundo en una caricatura simple y brutal. Narrativas que convierten la incertidumbre en miedo y el miedo en sometimiento.
John Berger
El arte es una forma de resistencia, una respuesta creativa a la opresión y la injusticia.
La diferencia entre un plátano pegado a una pared y un bulo en redes sociales es la diferencia entre una ficción que se declara como tal para revelarnos algo sobre nosotros mismos, y una mentira que se disfraza de verdad para controlarnos. Entre un juego que nos hace más libres y un engaño que nos hace más súbditos.
Quizás aceptar que estamos en una batalla es el primer paso para perderla, pues como comprobamos, la lucha frontal contra la mentira desatada acelera el proceso de demolición, demasiado esfuerzo, demasiada asimetría. Tal vez simplemente necesitamos re-entrenar la mirada, sumergiéndonos juntos en las ficciones sanas.
Hace ya unos años, allá en el 2003, entré en la Sala de Turbinas de la Tate Modern en Londres, el inmenso espacio principal de la antigua central eléctrica se llenaba de una atmósfera anaranjada y cálida, un sol intenso nos iluminaba desde arriba. El volumen de la conversación era tan tenue y agradable como la niebla artificial atravesada por los rayos de ese sol ficticio que formaba parte de The Weather Project, la instalación del artista danés Olafur Eliasson. Los visitantes nos tumbamos sobre el suelo de hormigón pulido en un picnic improvisado, mirando a nuestro reflejo colectivo en el techo de espejo y aceptando el juego, la ficción, habitando esa gigantesca metáfora bajo un sol de mentira, conectando, compartiendo el asombro.
Esa obra no pretendía hacernos creer que el sol era real, sino que nos invitaba al acto de imaginar juntos. Nos devolvía a la raíz de lo simbólico, a la capacidad de construir sentido colectivo a través de un artificio que no oculta su naturaleza.
A veces, la resistencia más efectiva es aquella que se mantiene en los márgenes, que opera de forma sutil y poética. Frente a esta estrategia de demolición de nuestros espacios simbólicos compartidos, tal vez sea hora de reclamar nuestro derecho a las ficciones conscientes, a los espacios rituales donde la imaginación puede desplegarse sin destruirnos. Porque en un mundo donde la realidad y la ficción se confunden, necesitamos más que nunca esos marcos, esos umbrales, esos lugares sagrados donde podamos seguir soñando sin perder la cordura.