Otro cuento de navidad. La asturiana errante

La noche del 23 al 24 de septiembre de 1937 partía del puerto de El Musel el vapor «Dairiguerrme», un carguero en cuyas bodegas se instalaron precariamente los más de mil niños y niñas que partían hacia Rusia para ponerse a salvo de los horrores de la guerra.

Muchos años después, frente a un avión que acaba de aterrizar en La Habana, Araceli habría de llorar, por primera vez en su vida, al contemplar el rostro de una desconocida.

              Araceli fue uno de los tres mil menores evacuados a la antigua Unión Soviética durante la guerra civil. Contaba doce años cuando salió de Gijón, junto con otros mil doscientos niños que jamás volverían a pasar una Navidad en sus casas. El Buque Dairiguerrme zarpó un 24 de septiembre de 1937 con los que fueron conocidos como los niños de Rusia, dejando en el puerto sus familias e infancias. Las estelas que el barco iba dibujando en la mar fueron el reflejo de las heridas de las madres que gritaban el nombre de sus hijos por última vez.

Esa noche, Araceli no lloró; no se lo podía permitir, tenía que cuidar de su hermanita de cinco años. Se tragaba las lágrimas para cantarle a la pequeña:

Duerme, neñu queridu,

neñu preciosu,

que, si non duermes, neñu,

vien el raposu.

En la noche estrellada

brilla la luna: ta velando al mio neñu

en la so cuna

Las dos hermanas se durmieron abrazadas, con las cabecitas descansando contra una maleta de cartón, tendidas sobre la cubierta de un carguero que se vació de carbón asturiano para llenarse de esperanza infantil. Tampoco lloró cinco días después, cuando tuvieron que cambiar el rumbo y quedaron sin comida.

A Araceli la educó el frío. Comenzó a trabajar como tornera en una fábrica de Jersón durante uno de los perores inviernos que se recuerdan. La temperatura descendió hasta los -50 grados. Hacia tanto frío que los rusos estaban convencidos de que la muchacha española no iba a sobrevivir. Pero se equivocaban. Araceli había aprendido desde bien joven cómo soportar el dolor, había encontrado la fuerza interior que nos hace perseverar en nuestro ser y ser más. 

La asturiana errante viajó a Zaporiyia, Sarátov, Tiflis, Odesa, Bakú, y de allí a Krasnovodsk por el mar Caspio, hasta Samarcanda. Trabajaba y estudiaba para ser ingeniera ferroviaria y, cuando sacó el título, viajó más aún, ahora como directora de ferrocarriles. Solo había un lugar al que le estaba vetado ir: España. Nada sabía de sus padres desde que marchó en aquel carguero de carbón. Las cartas que Araceli escribía a su casa nunca llegaban a destino porque la dictadura franquista las interceptaba.

Araceli rehízo su vida en Moscú. Allí se casó y tuvo una hija. Un día de 1961, un alto mando del ejército llamó a su puerta. Una delegación rusa se disponía a partir de inmediato a Cuba para negociar con los líderes de la revolución, pero tenían un problema: ninguno hablaba español. Necesitaban urgentemente una traductora. Así que Araceli volvió a viajar, esta vez al Caribe.

La mañana de un lunes, tres horas antes del comienzo de una reunión bilateral entre el nuevo gobierno revolucionario de Cuba y la delegación rusa, Araceli entró en la sala de conferencia del palacio presidencial de La Habana creyendo ser la primera en llegar. No era así. Junto a un ventanal, Ernesto Guevara fumaba mientras leía unos documentos. Araceli le dio los buenos días y Guevara quedó extrañado por aquel acento.

—¿De dónde eres?

—Española

—¿De qué parte?

—De Gijón, de Asturias.

—¿Y qué hace una asturianina con los rusos?

Araceli le contó su historia y Guevara hizo uso de la embajada argentina para que las cartas de la asturianina llegasen esta vez a destino. Cuando contactaron con los padres de Araceli, Guevara se encargó personalmente de traerlos a Cuba en un avión argentino.

              Era diciembre, pero no hacía frío. En la pista del aeropuerto de La Habana, la niña de Rusia esperaba con ansia que la puerta de aquella nave se abriese. Y, cuando volvió a ver a su madre, lloró por primera vez. Lloró todas las lágrimas que nunca fueron lloradas. Lloró el ancho mar que las separó.

              —¿Por qué lloras mi hijita?

              —Porque no me acuerdo de tu rostro. Me han robado mis recuerdos.               —Pues entonces, recordemos juntas —le dijo su madre mientras le secaba los ojos a besos.

*Eduardo Infante es filósofo y bético. Su último libro es Aquiles en TikTok ( Ariel, 2023)

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