Decidí hacerme mi casa en un lugar poco poblado, con buenas conexiones por carretera, tren e incluso avión con los principales centros neurálgicos del país. Decidí crear una huerta para comer alimentos sostenibles: para mi salud y para mi bolsillo. Decidí centrarme en los ciclos de la naturaleza y lo que pudiera aprender de todo aquello que habíamos olvidado. Una vez aquí, me vinieron a buscar.
Querían mi imagen pública, mi vida extraña y sin embargo real, en la que seguía trabajando dirigiendo equipos y escribiendo libros en remoto, viajando cuando hacía falta para dar conferencias inspiradoras sobre otra realidad que yo, aún siendo poeta y más bien pobre, sin herencia conocida, ya había conquistado. Encandilaba mi relato acerca de que otra vida es posible e incluso mejor para quienes sienten que no hay futuro: los jóvenes y, cada vez más, los no tan jóvenes.
Así llegué a los despachos más enormes, atravesé Madrid en coches negros oficiales, comí en reservados sinuosos y, sin embargo, tuve la lucidez de pedir sólo algo a cambio: no me mudaría a la capital, seguiría con mis pies en el barro de mi tierra abandonada.
Una tierra en la que costó muchísimo construir mi casa porque los materiales escasean, porque no es económico llegar con ellos donde apenas hay nada más que edificar. Una tierra en la que si no tienes coche estás muerto porque el primer comercio está a más de 5 kilómetros: antes, cuando mi viejo era joven, esa distancia se hacía primero en caballo, luego en burro y después en bicicleta. Y se trabajaban horas y se volvía con el cuerpo cansado igual. ¿Alguien se quejaba? Sí, claro, querían vivir mejor. Igual que ahora. Y ellos lo hicieron. Se fueron a la ciudad y su calidad de vida se optimizó: el ascensor social funcionaba. Pero ese tiempo cronológico ya no existe: lo único real es el presente puro en el que quiero, necesito, vivir bien hoy porque mañana quién sabe.
El progresismo ha muerto porque no es creíble: sus promesas se destapan a la misma velocidad que la realidad que se retransmite segundo a segundo a través de redes como X, antes Twitter. Hoy Elon Musk ha ganado a una de las democracias más importantes del mundo occidental. Habrá quien se sorprenda, sobre todo en mi burbuja: yo no. Lo único que sé es que seguirá pasando hasta que todo se rompa para la regeneración. No puedes defender la paz desde el gobierno de EEUU. No puedes centrarte en la reducción de la jornada laboral cuando no existe la jornada laboral: el tiempo de trabajo y de vida es ya el mismo y, por eso, también, tanta confusión, agotamiento y caos. Si no entiendes eso, tal vez eres más conservadora que progresista y algo esencial no encaja en tu discurso.
El progresismo ha muerto porque no escucha: no quiere hacerlo porque no tiene respuestas distintas que dar. Y no quiere escuchar propuestas porque significarían la caída del sistema tal y como lo conocemos. Lo que no están entendiendo es que va a caer igual: sólo puedes controlar la caída si generas alternativas creíbles y esperanzadoras. Si no, la gente, el pueblo, harto y abandonado, votará aquello en lo que aún puede creer. Un discurso tan desestructurado y loco como la desesperación que sienten ante la compra cada día más inalcanzable del supermercado, ante la certeza horrible de que sus hijos no podrán vivir mejor que ellos sino todo lo contrario. Ya no sólo porque no podrán tener una casa, un coche, un futuro al que agarrarse, sino porque tal vez les cueste respirar en un mundo cada día más roto por el cambio climático.
En mi breve paso por la política intenté ofrecer lo que tenía en mis manos, mis aprendizajes no sólo desde la España olvidada sino desde el país que ahora gobierna el desquicie más absoluto: la Argentina. No quisieron escuchar.
Por suerte soy escritora: la soledad es mi estado natural. Lo que siento es que Starlink tenga razón porque, en esta casa, la única persona que vino a ayudarme fue P., amante de la cultura norteamericana, con un tractor propio, votante de extrema derecha que, sin embargo, conversa conmigo siempre aún sabiendo que me ubicaba en el lado opuesto a su ideología. Aún así él fue el que vino hasta mi casa por caminos de tierra, soldó un aplique para mi tejado y él mismo colocó una antena de Starlink que aún hoy sigue funcionando. Sólo por él estoy hoy conectada. El Estado progresista no sólo no vino: me quiso robar el alma, pero no pudo hacerlo.
P. sigue siendo mi amigo porque en el abandono todos nos ayudamos, pero es lógico también que dejemos de creer en un Estado que no salva, solo reclama unos impuestos cuyas recompensas se reparten casi siempre lejos de aquí.
Los olvidados se van a levantar: ya lo están haciendo. Los únicos sorprendidos son quienes viven en la burbuja de un progresismo que no progresa: que resulta mucho más conservador que el liberalismo más loco que está ganando la partida por goleada. Que nadie se asuste: sigo creyendo en el Estado, pero por eso mismo, escribo esto de forma descarnada por si alguien allí arriba, ahora sí, sabe escuchar el lamento de los nadie que acabarán tomando a la democracia por los cuellos de la camisa y le gritará: estamos aquí, hace años que no nos escuchas, pero vamos a avanzar igual porque cada día tengo menos que perder y estoy harto, encima, de que me des lecciones de moral. Olvídame y, si no tienes nada que aportar, deja pasar. Eso ocurrió en Valencia hace unos días: acaba de pasar en las urnas en EEUU.
*Violeta Serrano es escritora, fundadora de @escuelasavia y directora del postgrado Literatura y Discurso Político en FLACSO Argentina. Fue cabeza de lista por León en las últimas elecciones generales.