Que se mueran los feos en la dictadura de Dorian Gray

La estética se ha convertido en uno de los pilares fundamentales del mundo contemporáneo, tanto que ha llegado a instaurar una dictadura del mito de Narciso o, más bien, del personaje de Dorian Gray. 

Basta con hacer un recorrido rápido por las redes sociales para notar que casi no hay cabida para personas influyentes o famosas que no sean atractivas. El culto a la belleza ha alcanzado niveles alarmantes, transformándose en un fenómeno global que condiciona nuestra percepción del éxito, el poder, y hasta el valor personal.

Si imagináramos el mundo actual como una distopía controlada por el culto a la apariencia física, es probable que sus líderes fueran Narciso y Oscar Wilde. Su himno bien podría ser La vida es un carnaval de Celia Cruz, una oda a la celebración hedonista de la belleza, las máscaras-filtros y la superficialidad. Este ideal, tan antiguo como las historias mitológicas de Helena de Esparta y la guerra de Troya, sigue dominando a las masas. El cuerpo y el rostro perfectos han dejado de ser privilegio de unos pocos y se han democratizado, gracias en parte a las redes sociales, que funcionan como las nuevas sirenas del siglo XXI, seduciendo a todos con la promesa del ideal de belleza inalcanzable.

Hoy en día, el concepto de sex symbol ha evolucionado, o más bien, se ha exaltado a nivel 3.0. Las cinco musas contemporáneas que han elevado este mito al estatus de ley son las hermanas Kardashian-Jenner. No solo encarnan el ideal de belleza, sino que también representan un fenómeno que ha disparado el culto a la imagen hasta niveles insólitos. Cada uno de nosotros se ve reflejado en ese espejo contemporáneo que nos acerca a Narciso y su obsesión enfermiza con el propio reflejo. Nos sumergimos en un bosque de tutoriales de moda, maquillaje y wellness, buscando desesperadamente cubrir nuestras imperfecciones, aspirando a un cuerpo tallado a golpe de crossfit, y una piel tan impecable como el mármol. Obsesionados con el elixir de la juventud al igual que Meryl Streep y Goldie Hawn en La muerte le sienta bien de Robert Zemeckis. Reflejo distorsionado de la realidad que acaba siendo una manipulación que se agarra a las inseguridades como un parásito y aniquila arrugas y expresividad, hinchando la geografía humana en una masa informe. 

Los cirujanos plásticos han sido elevados al rango de sacerdotes, reverenciados por su capacidad de transformar cuerpos y rostros, esculpiendo a imagen y semejanza de Afrodita. Sus templos son las clínicas estéticas, donde ofician rituales de belleza con bisturí en mano, bajo el mantra del culto a lo perfecto. La sociedad ha quedado dividida en tres castas principales: los guapos, los feos y los guapos rotos, aquellos que han sido deformados por tantas cirugías.

Ser guapo en esta sociedad tiene privilegios. La belleza abre puertas, crea oportunidades y otorga poder. La influencia de la belleza sobre el individuo es tan fuerte que algunas personas son tratadas como dioses. Basta con intentar hacer un ejercicio rápido: ¿puedes nombrar a diez personas famosas, ya sean artistas, influencers o actores, que sean feas? Probablemente tardes unos minutos en completar la lista. Este simple ejercicio nos lleva a cuestionarnos hacia dónde nos dirigimos como sociedad. Quizás esa dictadura distópica de la que hablamos no esté tan lejos de hacerse realidad.

El filósofo René Girard argumentaba que el hombre desea intensamente, pero rara vez sabe lo que desea. Es por eso que necesita una figura mediadora, alguien que le indique qué debe querer. En la sociedad globalizada, esa figura mediadora es el famoso inalcanzable, el influencer que encarna un ideal de perfección que parece fuera de nuestro alcance. Liv Strömquist, en su libro La sala de los espejos, habla de cómo el nivel de “follabilidad” se ha convertido en un indicador de éxito y seguridad en nuestras vidas y cómo las figuras mediadoras impulsan esa idea de lo “follable”.

Guiados por nuestro amo y señor, Dorian Gray, seguimos persiguiendo la juventud eterna, el hedonismo y la belleza sin imperfecciones. Rechazamos lo feo y, con ello, los rasgos que delatan el paso del tiempo. Películas como La muerte le sienta bien, de Robert Zemeckis, ya abordaban esta obsesión de forma rocambolesca en 1992, mostrando cómo la lucha por mantenerse joven puede llevarnos a la locura. Años más tarde, Paolo Sorrentino retomaría este tema en La gran belleza, con imágenes impactantes de personas haciendo cola para inyecciones de bótox, transformando sus rostros en máscaras grotescas e inexpresivas.

Las arrugas, la expresividad natural del rostro, todo lo que nos hace humanos, queda aplastado bajo el bisturí o los rellenos de ácido hialurónico, hinchando la geografía humana hasta convertirla en una masa informe. Esta manipulación se alimenta de nuestras inseguridades como un parásito, eliminando cualquier signo de envejecimiento o imperfección. Lo que queda es un ejército de clones sin personalidad ni expresión, un reflejo de la homogeneización que rige la dictadura de la belleza.

A menudo, asociamos la innovación con avances tecnológicos, pero un filtro de Instagram, un relleno en los labios o el bótox en los pómulos son, en esencia, innovaciones sociales. Estos retoques alteran nuestra apariencia y cómo queremos mostrarnos al mundo. Son tan revolucionarios como lo fueron el maquillaje o los espejos en su momento. Nos ayudan a lidiar con nuestras inseguridades y con la necesidad de encajar en un grupo, de sentirnos aceptados por los demás.

En la película española Que se mueran los feos, Javier Cámara interpretaba al feo de un pueblo, siempre objeto de comentarios irónicos y crueles. Aún hoy, las personas siguen utilizando expresiones despectivas como “feo como una rata”, o “está hecho un cuadro”, en referencia al cubismo. Pareciera que lo feo está condenado al ostracismo, mientras que lo bello se alza como el único valor deseable.

El torso desnudo de Brad Pitt en Once Upon a Time in Hollywood, el «bubble butt» de Megan Thee Stallion o las facciones casi perfectas de Regé-Jean Page, cuyo rostro cumple con un 93.6% de perfección según un artículo de Showbizz Daily, son solo algunos ejemplos del ideal físico que idolatramos. Pero, ¿qué ocurre con aquellos que no se ajustan a este estándar inalcanzable? Pareciera que, en esta sociedad que venera lo bello, lo feo está condenado al ostracismo.

Lo que antes era solo un deseo se ha transformado en una obligación: parecerse a ese canon de belleza impuesto por la industria y las redes sociales. La presión de cumplir con estos estándares no solo afecta a quienes buscan la fama, sino también al ciudadano común, que siente la necesidad de retocar su imagen para poder competir en un mundo gobernado por la apariencia. Este fenómeno ha generado una dependencia de la validación externa que no se limita a lo físico, sino que abarca todo un estilo de vida basado en la perfección estética. Desde el atuendo hasta el peinado, desde la forma física hasta la piel sin imperfecciones, cada detalle se vigila con lupa y se mide en función de cuántos «me gusta» puede generar.

Hasta David Bowie pasó de ser una persona atractiva, única, con los dientes completamente torcidos e imperfectos a ser un señor anodino con los dientes perfectamente alineados sin una pizca de personalidad. Vamos, el estándar estético básico de la ortodoncia. Una dentadura cualquiera. 

En el mundo de la música o de los influencers es cada vez más evidente y difícil escuchar a un artista que no tenga un rostro maravilloso. Desde que existen los vídeo clip y que el Italo Disco se permitiese poner figurantes atractivos en lugar de cantantes, el vórtex de la exaltación estética ha empezado a ir más rápido. Es aterrador asistir a esta metamorfosis kafkiana del mito de Narciso donde los espejos y los selfies provocan la enfermedad del alma. Algo bien conocido por el teólogo L. Beyerlinck allá por el siglo XVII. Esta dictadura de la belleza, impulsada por figuras como los Kardashian-Jenner, ha generado una sociedad obsesionada con la juventud, el bienestar y la perfección. Lo superficial ha desplazado a lo profundo, y los cuerpos se han convertido en objetos moldeables, como si la vida misma fuera un feed de Instagram donde solo lo más brillante y estilizado tiene valor. Sin embargo, en esta búsqueda frenética de la belleza perfecta, se olvida lo más importante: la autenticidad y la individualidad. Se pierde el valor de lo único y lo imperfecto,